Como trabajar en los medios sin morir en el intento
septiembre 22, 2016¿Por qué hay líderes cristianos que caen en pecado?
septiembre 22, 2016Compartimos con entusiasmo y pasión la idea de que la iglesia de Jesucristo debe asumir un rol profético serio y comprometido en la sociedad actual. Es cierto esta clase de entusiasmo suele provocar el malentendido de que el ministerio profético es excluyente. Por eso, me parece oportuno comenzar con una aclaración: el ministerio profético no es el único ni el más importante de los ministerios de la iglesia, pero tampoco es opcional. No se trata de una alternativa entre otras sino de una responsabilidad ineludible entre muchas que la iglesia debe cumplir.
Ahora bien, ¿cuál es la tarea del profeta? ¿Tiene la iglesia un papel profético? ¿Cuál es la responsabilidad profética de la iglesia hoy? ¿En qué consiste? Es claro que la respuesta a estas preguntas requiere un estudio cuidadoso de los profetas del Antiguo Testamento, pero la última palabra la encontramos en el Nuevo Testamento, en la vida y obra del profeta por excelencia: Jesús de Nazaret.
¿En qué consiste el ministerio profético?
Uno de los errores característicos de nuestras iglesias es considerar a los profetas como adivinadores del futuro, asumir que su ministerio principal era predecir el futuro. Así, hemos convertido a los profetas en astrólogos casi inofensivos. Este es un estereotipo o preconcepto que debemos erradicar de nuestro pensamiento. El ministerio principal del profeta era exhortar, criticar, denunciar y llamar a un arrepentimiento genuino. Sin duda, cuando el profeta desarrolla esta tarea tiene también una preocupación por el futuro—y en algunos casos predice el futuro—, pero tal preocupación, que es real y genuina, se refiere primordialmente a cómo ese futuro afecta el presente. Lamentablemente, la iglesia ha olvidado el aspecto fundamental de la exhortación y se ha volcado principalmente al aspecto futurista del mensaje profético. Por esta razón, muchas veces nuestras iglesias se parecen a un aeropuerto donde la gente permanece sentada esperando el próximo avión con destino al cielo, sin importarle lo que pasa aquí en la tierra hoy. En pocas palabras, la iglesia se ha ocupado más del misterio profético que del ministeri profético.
Ministerio profético y Palabra de poder
El ministerio profético implica para la iglesia participar de una Palabra irresistible. Si tal ministerio es genuino, tendrá un sentido profundo del poder de la Palabra de Dios, e incluso de las palabras humanas, para cambiar la historia.
En Israel, el poder de la Palabra era un concepto rico y lleno de vida. Existía el pleno convencimiento de que la Palabra de Dios tenía poder para cambiar la historia. Y si nosotros como iglesia no creemos esto, ¿para qué predicamos? Sería mejor que “cerremos el boliche” y nos dediquemos a otra cosa. Ocurre que la iglesia es convocada para comunicar el mensaje de Dios, un mensaje de poder, y no una elaboración propia. El problema radica en que la Palabra de poder contiene verdades, exigencias, demandas y alternativas que no nos gustan. Entonces, la domesticamos, la acomodamos, la moldeamos y la traducimos hasta que se torna una elaboración propia y neutralizamos su poder.
Una iglesia comprometida con el Dios soberano tiene que enfrentar la exigencia de asimilar una Palabra que es irresistible, persistente, ineludible, acaparadora y crítica. Jeremías, por ejemplo, vivió su vida tratando de asimilar esa Palabra de origen divino, procurando encontrar maneras de impartirla a sus contemporáneos y sufriendo las consecuencias peligrosas de llevar adelante tal acción.
En este punto es necesario plantear una advertencia. Participar de la Palabra—encarnarla, vivirla y proclamarla—nos va a colocar en la vereda de enfrente en relación con nuestros contemporáneos. ¿Por qué? Sencillamente, porque la Palabra provee una visión de la historia, de la sociedad y de las relaciones interpersonales que difiere radicalmente de lo que es generalmente aceptado. Asimilar la Palabra produce una visión semejante a la visión de Dios, y sugiero que es imprescindible que la iglesia vea las cosas como Dios las ve, que adquiera la perspectiva de Dios, revelada en su Palabra.
Hay, sin embargo, una segunda advertencia. El contenido de la Palabra proclamada nos va a traer conflicto con otras iglesias. En relación con esto, afirmamos que la Palabra irresistible de poder de Dios nunca es insulsa, insípida, indiferente o apática. Siempre tiene gusto. Es tan picante como dulce y refrescante:
¿No es acaso mi palabra como fuego, y como martillo que pulveriza la roca? —afirma el Señor—. Por eso yo estoy contra los profetas que se roban mis palabras entre sí —afirma el Señor—. Yo estoy contra los profetas que sueltan la lengua y hablan por hablar—afirma el Señor—. Yo estoy contra los profetas que cuentan sueños mentirosos, y que al contarlos hacen que mi pueblo se extravíe con sus mentiras y sus presunciones —afirma el Señor—. Yo no los he enviado ni les he dado ninguna orden. Son del todo inútiles para este pueblo—afirma el Señor—. (Jer 23.29-33)
Uno de los problemas más graves que enfrentaba el profeta Jeremías era que sus colegas habían diluído el mensaje, le habían quitado el poder. Predicaban paz cuando no existía paz alguna (Jer 8.11). Predicaban un evangelio de prosperidad, un evangelio barato, un evangelio “positivo”, en suma, una mentira y una irrealidad. En definitiva, lo que hacían era “domesticar” la Palabra de poder para que no doliera, ni desafiara, ni desestabilizara, ni produjera cambio.
Este peligro se presenta también hoy. Cuando la iglesia, el cuerpo de Cristo, se deja absorber por la cultura dominante—con su humanismo, su materialismo y su individualismo—, corre el peligro de ser domesticada al punto de presentar un mensaje débil, “suavizante”, algo que todo el mundo pueda escuchar sin sentirse incómodo. Este tipo de “palabra” sirve tanto como una aspirina para curar el cáncer. La herida de la sociedad es profunda y seria. La realidad del ser humano sin Dios es crítica. Por lo tanto, si la iglesia ha de tener un ministerio profético, deberá proclamar lo que Dios le ha confiado, y no lo que la sociedad prefiere escuchar.
Derrumbar mundos viejos y crear mundos nuevos
La iglesia comprometida con un ministerio profético debe estar convencida de que la Palabra de Dios es portadora de “buenas nuevas” con poder para imaginar y provocar alternativas a la situación desesperante, chata, acéfala, rutinaria y aburrida en que tanta gente vive.
En efecto, Jeremías 1.9-10 presenta la labor profética como tarea de derrumbar mundos viejos y crear mundos nuevos:
Luego extendió el Señor la mano y, tocándome la boca, me dijo: “He puesto en tu boca mis palabras. Mira, hoy te doy autoridad sobre naciones y reinos, para arrancar y derribar, para destruir y demoler, para construir y plantar.”
¿Qué significa esto? ¿Cómo hacerlo? ¿A través de un nuevo sistema político, o una reforma social, o una estrategia militar? ¡No! El recurso profético es la proclamación.
Como señalamos arriba, en la Palabra existe un poder incomparable que, en cierto sentido, yace dormido. Notemos que el profeta es llamado a despedazar un mundo viejo y formar un mundo nuevo a través de su predicación. Esto no se logra de la misma manera que un alfarero forma la arcilla o una fábrica produce una tuerca. Se logra mediante la comunicación de una Palabra que tiene poder para cambiar el mundo, pero no sólo para cambiarlo, sino para destruirlo y crear uno nuevo.
“Derrumbar mundos viejos y crear mundos nuevos” implica una tarea de redescribir el mundo. ¿Quiénes describen el mundo hoy? La sociedad está dominada por una serie de ideologías, incluyendo un materialismo extremo, que determina la realidad de la mayoría de la gente. La juventud representa hoy, en Argentina, el sector de consumo más importante para los poderes económicos. Ahora bien, estas ideologías son transmitidas sutilmente por los medios de comunicación y terminan por implantar lo que debe regir en la sociedad.
En este sentido, debemos tener presente que nuestras iglesias pertenecen a una cultura específica, la occidental, que se caracteriza por su individualismo y su sed insaciable de consumo. Debemos ser capaces de percibir que nuestras iglesias están insertas en el marco de estilos de vida y maneras de pensar que representan ciertos valores bien definidos, mientras que otros valores brillan por su ausencia. No podemos escapar al hecho de que nuestras iglesias existen dentro de una sociedad de consumo. Vivimos en una sociedad que nos bombardea con propagandas que nos convencen y, aún más, nos taladran el cerebro con la idea de que necesitamos ciertas cosas para ser felices. Creemos que la felicidad se hace realidad sólo cuando compramos ciertos productos. Los ejemplos abundan. ¡Cuántas personas necesitan salir a comprar “algo” cuando se deprimen! Todo este contexto afecta, y yo diría incluso que define el ministerio profético de la iglesia hoy, o hace evidente su total ausencia.
Estas ideologías y propagandas crean ídolos que captan la lealtad de la sociedad. Redescribir el mundo significa enjuiciar a la sociedad formada y ordenada en contra de los propósitos de Dios. Así, la intención teológica del mandato profético es la destrucción de los ídolos que captan la lealtad que Dios merece, y de esa manera permitir que el Dios verdadero hable.
Tomemos por caso Isaías 5.20-23. El texto presenta el panorama de una “deshonestidad programada” donde ¡Ay! equivale a “muerte”:
—El versículo 20 habla de muerte para los que invierten el sentido de lo malo y lo bueno, de las tinieblas y la luz, de lo amargo y lo dulce. El profeta denuncia este mundo al revés, esta inversión total de la realidad.
—El versículo 21 habla de muerte para la persona autosuficiente, para el sujeto autónomo, para aquellos que no le rinden cuentas a nadie, para quienes se creen sabios en sus propios ojos, es decir, “los vivos”, “los piolas”.
—El versículo 23 habla de muerte para los que mantienen un sistema económico que asegura el bienestar a unos pocos, y para quienes justifican al culpable por una coima y le quitan su derecho al indefenso.
Ahora bien, un estudio de los profetas de Israel debe tomar en cuenta seriamente tanto el mensaje profético dirigido a Israel como la situación contemporánea de la iglesia. Es de suma importancia que lo que entendemos acerca del Antiguo Testamento esté conectado de alguna manera con la realidad de la iglesia, en general, y con la realidad de la iglesia local, en particular.
Por eso, ante la inversión de los valores, ante la autosuficiencia y la pretensión de conocimiento, y ante todo esfuerzo por mantener un orden injusto, hoy la iglesia es llamada a proclamar, al igual que Isaías, que de aquello que se espera vida vendrá muerte. Redescribir el mundo a través del poder de la Palabra implica “llamar las cosas por su nombre”. Como miembros de la iglesia, somos llamados a declarar las cosas como realmente son, y no como las definen los que tienen “la manija”. No obstante, para poder hacer todo esto debemos estar seguros de que existe una alternativa, un mundo nuevo. La Palabra irresistible y de poder describe ese mundo con características bien definidas. En efecto, Dios pretende justicia y compasión ahora, dentro de la historia y de la sociedad humanas, y no lo plantea como algo utópico sino como una alternativa válida para hoy.
¿Por qué no tomamos en serio palabras proféticas clásicas, tales como Isaías 1.16-17 o Miqueas 6.8? Lo cierto es que las espiritualizamos a tal extremo que las diluimos, para que no nos molesten. El problema es que nuestros valores éticos son muy modestos. Nuestro sentido de la injusticia es muy tolerante, tímido y débil. Nuestra indignación moral es “de a ratos”. Situaciones de injusticia como una violación o alguna forma de violencia doméstica nos conmocionan por unos minutos, y luego la vida sigue su curso. Sin embargo, la violencia y la injusticia humana son interminables, inaguantables y permanentes.
La realidad de hoy reclama alternativas que solamente una iglesia comprometida con un ministerio profético y con la Palabra de poder puede ofrecer. Sin duda, Dios está llamándonos como comunidades cristianas a derribar mundos viejos, idolátricos e inoperantes, y a crear un mundo nuevo, basado en su amor, su justicia y su misericordia. Dios desafía a las comunidades que se autodenominan “iglesia” a poner en conflicto el egoísmo de su entorno por medio de su generosidad, a proponerse crecer hacia afuera en lugar de vivir metidas adentro.
Como comunidades cristianas tenemos el gran tesoro y vivimos con los beneficios que nos da la Palabra de poder y verdad. Somos los receptores de una alternativa nueva basada en un Nuevo David, un Nuevo Pacto, una Nueva sanidad integral. La pregunta que exige nuestra respuesta hoy es: ¿Qué vamos a hacer? ¿Vamos a atesorar la alternativa sin compartirla? ¿Vamos a asegurar nuestra existencia hasta que el Señor venga? ¿O estaremos listos para proponerle a un mundo necesitado e incrédulo algo nuevo que puede cambiar su realidad, una alternativa genuina y llena de poder “para derribar y construir, arrancar y plantar”?
Para cumplir esto necesitamos el coraje para abandonar nuestro egoísmo, que acapara y secuestra la verdad. La exigencia profética de hablar la verdad exige coraje. La cobardía no tiene cabida en la perspectiva del Calvario. El ministerio profético de la iglesia implica sacrificio y valentía para enfrentar la corrupción, la injusticia y la violencia de nuestra sociedad.
En definitiva, hemos sido llamados no sólo a proclamar la verdad sino a ser agentes de verdad en este mundo de falsedad y autoengaño. La verdad es la única esperanza que tiene nuestro prójimo sumergido en el mundo de la mentira. La pregunta que debemos contestar es la siguiente: ¿estamos dispuestos a involucrarnos en un ministerio profético que proclama la verdad?