Salud mental en el pastorado
febrero 3, 2025No pases por alto la Semana Santa en tu iglesia
febrero 27, 2025Una de las actividades de ocio más terapéutica que existe es contemplar la naturaleza, porque la firma de Dios está en cada milímetro de creación. Estaba dedicado a ello cuando me encontré con él: el gigante de la naturaleza… La secuoya.
Un majestuoso árbol que puede alcanzar los ciento treinta metros de altura y diez metros de diámetro en la base de su tronco. Algunas secuoyas han sido perforadas para construir túneles por los que pueden circular dos automóviles a la vez. Sin embargo hubo secuoyas que se vinieron abajo por el empuje de una mano, o por una racha de viento no demasiado fuerte.
¿Cómo es posible que ese gigante que parece hincar su copa en la panza del cielo se venga abajo de repente?
Nada ocurrió de repente. Como diría el magnífico doctor en neurociencia y prolífico escritor español, Pablo Martinez: “El desplome se produce en un instante, pero toda debacle tiene su proceso de gestación”.
Durante muchos años pequeñísimos insectos fueron minando las raíces, al punto de que el árbol estaba muerto, aunque no se había derrumbado. Era un cadáver de impecable apariencia.
El empuje de la mano certificó la muerte.
En ocasiones nos preguntamos: ¿Cómo es posible que un ministerio tan sólido se rompa de pronto? ¿Cómo pudo ser que un matrimonio tan consolidado se haya quebrado de repente?
Ni el ministerio se rompió de pronto, ni el matrimonio se quebró de repente. Las raíces fueron devoradas durante largo tiempo.
“Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina, persiste en ello, pues haciendo esto te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren”. 1 Timoteo 4:16
Pablo, el veterano apóstol, escribe a Timoteo, su joven discípulo, dándole un consejo sabio y acertado. “Ten cuidado de ti mismo, ten cuidado de la doctrina”.
Hay un orden intencional: Primero, cuida de ti mismo, segundo, cuida de la doctrina.
Debemos cuidar la doctrina. Como productores de sermones sabemos que debemos ser cuidadosos con los ingredientes que usamos en la preparación de los mismos, y como consumidores de sermones conocemos que noventa y nueve por ciento de materia nutritiva y uno por ciento de cianuro, mata.
Es en la primera parte del consejo donde tenemos más dificultad: “ten cuidado de ti mismo”.
Déjame que te cuente: comencé a pastorear cuando tenía diecisiete años de edad. Llamar templo a aquella diminuta capillita en la que ejercía el ministerio era ser demasiado optimista. Era una minúscula habitación… Un armario empotrado donde había quince sillas y siempre sobraban la mitad.
Tardaba hora y media en llegar desde mi casa hasta la capilla, y siempre llegaba una hora antes de que comenzara el culto. Cada día hacía lo mismo: me arrodillaba y posaba mis brazos sobre uno de los asientos para orar: “Señor, haz que hoy alguien se siente aquí para escuchar tu Palabra”. Levantaba esa oración sobre cada asiento, “tráelos, Señor, que vengan a escuchar de ti”.
Faltando quince minutos para que comenzase el servicio ocupaba mi lugar orando todavía: “Que vengan, Señor, a encontrarse contigo”.
El sonido de la puerta al abrirse era como oxígeno puro que entraba en mi alma: “uno más ha venido a escuchar la Palabra de Dios”.
Aquel micro rebaño fue el laboratorio que Dios utilizó para fraguar mi corazón de pastor.
Después de la iglesia de diez llegaría la iglesia de cien, y luego la iglesia de mil. Dios me ha permitido conocer los diferentes ciclos del pastorado. Conozco el sabor de las lágrimas del pastor que llora porque su iglesia no crece, y las del que llora porque su iglesia ha crecido.
Cuando llevaba treinta y un años como pastor, sentí que algo dentro de mí se rompía. No fue inmediato, sino progresivo. No ocurrió de la noche a la mañana, sino de forma paulatina: la dificultad para dormir; esa preocupación que me despertaba de madrugada y ya no podía seguir durmiendo.
La sensación de alerta constante, como si algo si algo importante estuviera siempre pendiente.
Quinientas personas se metían -hablo en sentido metafórico- conmigo en la cama, marcando distancia entre mi mujer y yo.
Mi temperamento irritable: “¿qué te ocurre? -inquirían mi mujer y mis hijas-. ¿Por qué parece que estás siempre enfadado?”
La congregación, ese grupo de personas a los que amaba saludar, abrazar, escuchar, reír y llorar con ellos, comenzaron a ser para mí un fastidio. Buscaba evitarlos.
La Biblia, ese libro maravilloso al que acudía cada mañana como quien acude a un manantial de agua fresca para beber hasta saciarme, me parecía árido y difícil de leer. Lo leía por pura disciplina, pero había perdido el brillo de antaño. Seguía orando por pura disciplina, pero mis oraciones parecían chocar contra el techo, cayendo sobre mi espalda, convertidas en astillas.
Mi esposa, que de un solo vistazo es capaz de radiografiar toda mi alma, supo que algo me ocurría.
_“¿Qué te ocurre, cariño?”. Preguntaba.
“_Nada , no me ocurre nada”. Era siempre mi respuesta.
No la mentía, pero si yo no era capaz de entender lo que me estaba ocurriendo, ¿cuánto menos iba a ser capaz de verbalizarlo?
Llegó el día en que después de haber aconsejado a centenares de personas, el acto mismo de sentarme ante alguien con problemas, escucharlo y darle un consejo con aroma de cielo, se me hizo imposible. ¡Claro que seguía aconsejando! El cerebro todavía funcionaba; pero mis consejos sabían tanto a tierra que raspaban el corazón.
Finalmente, después de haber predicado infinidad de sermones, el acto de subir al altar y predicar, se me hizo intolerable.
Hasta que amaneció esa jornada que, aunque Dios me concediera vivir mil vidas, jamás podré olvidar. El día en que mi mujer me pidió sentarme junto a ella, tomó mi mano y me dijo: “_Algo te ocurre, y no te vas a levantar de aquí hasta que me lo digas.”
Y se lo dije: “_Cariño, voy a dejar el ministerio… No puedo más, voy a dejar el ministerio.”
Hay algo que debes saber para captar la intensidad de aquel momento: desde que ella y yo nos conocimos, con doce años de edad, nuestra conversación de amigos era: amaremos a Dios y le serviremos.
Desde que nos hicimos novios con quince años de edad, nuestra visión de futuro era: le amaremos juntos y juntos le serviremos.
Desde que nos casamos con diecinueve años de edad, nuestra única meta, anhelo, y hoja de ruta era: amarle y servirle.
Ahora, treinta años después le digo: “voy a dejar el ministerio”.
¡Dinamita para la estructura de su vida!
Sin embargo, ella no soltó mi mano, sino que la apretó con más ternura.
No apartó sus ojos de los míos; mantuvo la mirada, y en esa mirada no aprecié juicio. ¿Lágrimas? ¡Un mar de lágrimas, al igual que en los míos!
Lo que acababa de decirle suponía un desgarrón en su alma.
Pero tras la cortina de lágrimas no brillaba juicio, sino amor en estado puro.
Logró serenarse lo suficiente como para componer una frase: “_Cariño, tomes la decisión que tomes, estaré a tu lado.”
Esas palabras fueron bálsamo para mi herida. No me juzgó, me comprendió; no me consideró un desertor, sino un herido. Ella no tuvo respuesta para mis preguntas, pero no era respuesta lo que yo necesitaba, sino comprensión.
Poco después añadió: “_¿Por qué no, antes de dejarlo todo, vas a visitar a tu viejo pastor?”
Ese consejo, y sobre todo el aceptarlo, me salvó la vida…Fui a ver al viejo pastor. Sus consejos fueron sabios, bíblicos y transformaron mi vida.
Hoy, por Gracia de Dios, se han convertido en un libro utilizado en Institutos Bíblicos y en seminarios del mundo entero.
Quiero compartir contigo esos principios. Lo haré en esta COHORTE PASTORAL
José Luis Navajo
Pastor y autor
Accede a información de la Cohorte sobre Espiritualidad Pastoral aquí
Jose Luis Navajo
José Luis nació en la ciudad de Madrid, España. Comenzó a ejercer funciones pastorales a los diecisiete años de edad. En la actualidad forma parte del cuerpo pastoral de la Iglesia Buen Pastor, en Madrid, y compagina esta labor con un ministerio intereclesial mediante el que imparte conferencias en todo el mundo.