
La formación del discípulo: una carga en el corazón y una decisión personal
diciembre 19, 2025
Como prepararse para tiempos difíciles
diciembre 19, 2025La cultura del hogar
Gracia y amor incondicional
Nuestros hijos son un regalo que sale del corazón de Dios, y nosotros, como padres, somos dispensadores imperfectos de su gracia para ellos. Nuestro rol no es impresionar a nuestros hijos con nuestra capacidad de ser padres, sino impresionarlos con el amor y la gracia de Dios.
En el centro de la gracia está el amor, un amor que se deleita en nosotros a pesar de nuestro pecado y que nos es dado gratuitamente. La Biblia usa el amor como sinónimo y atributo de Dios, porque el amor emana directamente de su corazón.
Todos nacemos con la necesidad de amar y de ser amados, de vivir vidas con significado y de creer que vale la pena luchar por un mañana. Estos son los temas de grandes novelas y películas, la inspiración de las mejores canciones jamás escritas. Un amor incondicional que nos dé seguridad, el vivir nuestra vida con un propósito, y tener la fortaleza que surge de la esperanza. Amor, propósito y esperanza. Son los tres ingredientes esenciales de una vida plena en el Dios que creó esas necesidades.
El vehículo más eficaz que Dios diseñó para transferir estos valores al corazón humano es un hogar basado en la gracia y el amor incondicional.
Nuestros hijos absorben naturalmente el ambiente que los rodea, y la atmósfera de nuestro hogar juega un papel vital en la formación de sus corazones y mentes. ¿Es nuestro hogar un lugar donde el amor incondicional se respira y expresa?
Criar a nuestros hijos no se trata solo de corregir comportamientos, sino de construir relaciones genuinas. Porque las reglas sin relación conducen a la rebelión.
Con demasiada frecuencia, me descubro enfocado en lograr cierto nivel de obediencia y respeto por parte de mis hijos. Y debo admitir que, a veces, mi deseo de obtener una obediencia inmediata es más egocéntrico de lo que quiero reconocer. Queremos que nuestros hijos nos hagan quedar bien, que demuestren al mundo que somos buenos padres y, sobre todo, que validen nuestra autoridad.
Nos da miedo dejarlos cometer errores. En muchas ocasiones, actuamos más como sargentos de instrucción en un ejército imaginario que como padres amorosos.
Reflexionemos juntos: ¿no recibimos a diario el amor incondicional de nuestro Padre celestial? ¿No lo desafiamos, desobedecemos y mostramos ingratitud hacia él todos los días? Y, aun así, ¿qué hace él? Nos recibe con los brazos abiertos, con los brazos de Aquel que dio su vida por nosotros en la cruz para rescatarnos.
Él perdona y olvida. Sus misericordias son nuevas cada mañana.
Una imagen a la que recurro habitualmente es El regreso del hijo pródigo de Rembrandt, inspirada en la parábola de Jesús en Lucas 15:11-32. Esta pintura no solo captura la profundidad del amor, el arrepentimiento y la reconciliación, sino que también ilumina mi propia experiencia como padre.
A menudo me veo reflejado en el hijo pródigo (más veces de las que quisiera admitir). En los momentos en que pierdo la paciencia con mis hijos, me dejo dominar por el temor sobre su futuro o simplemente me desconecto del estar presente, me doy cuenta de que he salido del calor de los brazos de mi Padre celestial. Sin embargo, aun en mi extravío, escucho su voz suave pero firme, llamándome a regresar. En sus brazos encuentro una restauración que me sostiene y una seguridad que me ancla.
Otras veces, descubro en mí al hermano mayor, aferrándome a reglas, expectativas y comportamientos, olvidando lo más importante: comprender y ganarme el corazón de mis hijos. Esta es una trampa en la que solemos caer fácilmente.
Y entonces, miro al padre de la parábola. Ese es el modelo que quiero seguir, el que constantemente me inspira. Ser el padre que no tiene en cuenta las ofensas ni guarda resentimientos, sino que extiende los brazos con infinita gracia, listo para abrazar, restaurar y celebrar. Este es el amor al que estamos llamados: un amor que no solo educa, sino que transforma, un amor que refleja al Padre que nunca deja de buscarnos, sin importar cuántas veces nos alejemos.
Dios nos da una gracia inmensa, rebosante y sin fin, pero a menudo nos conformamos con ofrecer a nuestros hijos pequeñas dosis a cuenta gotas de esa misericordia, mezcladas con reglas, regaños y frases como “ya te lo dije”. Es importante recordar que nuestra autoridad debe ejercerse con humildad. Cristo es nuestro ejemplo supremo: su humildad le costó la vida.
A menudo asociamos autoridad con poder y fuerza, pero como dijo C.S. Lewis: “La autoridad ejercida con humildad y la obediencia aceptada con deleite son las líneas mismas por las que vive nuestro espíritu”.
Debemos renunciar a nuestra necesidad de tener siempre la razón y abrazar el camino de la humildad en beneficio de nuestros hijos. Aunque pueda sonar extraño, eso es precisamente lo que nuestro Padre ha hecho por nosotros. Él podría habernos reprimido con su poder, aprovechándose de nuestras debilidades, pero, en cambio, se hizo humano y murió para que pudiéramos tener vida.
¿Esto significa que no tenemos reglas ni límites? Al contrario. A los que el Señor ama, los disciplina (Hebreos 12:6). Nuestro trabajo principal es “disciplinar” a nuestros hijos, pero esa palabra significa “enseñar”. A menudo saltamos directamente al castigo, lo cual solo debería aplicarse en casos extremos de desafío directo. Al igual que Dios nos ha dado reglas que, si las seguimos, nos llevarán a la felicidad y la unidad, nosotros también debemos establecer normas para nuestros hijos. Sus estándares son altos, como deberían ser los nuestros. Pero la respuesta final no está simplemente en seguir las reglas. Dios no se conformó con que nuestra conducta se ajustara a dichas reglas; él hizo todo lo posible para llegar a nuestros corazones, y su gracia y misericordia nunca se agotarán.
Es posible que pienses que estoy ofreciendo una solución sencilla al enigma de la crianza con un simple: “Muestra más gracia a tus hijos”. No es así. La solución siempre es Cristo. Siempre fallaré en otorgar suficiente gracia. Siempre, incluso en mis mejores intentos, fallaré en amarlos incondicionalmente. La verdadera respuesta para todos nosotros es el perdón y la misericordia del único Padre perfecto, cuyo amor y ternura no tienen límites y cuya gracia no conoce fronteras.
Practicar el amor incondicional en la crianza tiene un impacto profundo en el bienestar emocional, la autoestima y el desarrollo general de nuestros hijos. Les brinda una base segura desde la cual poder explorar el mundo, establecer relaciones saludables y crecer como personas seguras de sí mismas. Este tipo de amor crea un entorno lleno de apoyo, comprensión y paciencia, en el que ellos pueden ser auténticos y vulnerables sin miedo al juicio o al rechazo.
Este artículo fue extraído del libro “Cómo transferir la fe a tus hijos” de Sergio Valerga.
Adquiere el libro completo aquí

Sergio Valerga
Graduado del Christ for the Nations Institute en la ciudad de Dallas, Sergio Valerga es un experimentado pastor, autor y conferencista. Su liderazgo se extiende como Director Nacional de e625.com en Estados Unidos, donde impulsa iniciativas de gran impacto entre pastores y padres. En el corazón de su vida se encuentra su familia: su esposa Carina y sus hijos Sergio y Allan.





