Iglesia y juventud
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septiembre 22, 2016No son chicos, tampoco son grandes. Se molestan cuando uno los trata como a nenes, les da consejos o sugiere algo… ¡Quieren ser grandes! Pero no asumen responsabilidades, no demuestran interés ni quieren vivir como adultos. Son ellos, los preadolescentes. No son una especie en extinción, al contrario; es una etapa que nuestra sociedad posmoderna consagra sin darles la salida ni permitirles crecer y desarrollarse integralmente como personas. Por eso, necesitamos prever para crecer.
Françoise Dolto, psicóloga francesa, en su libro «Palabras para adolescentes o el complejo de la langosta», caracteriza esta etapa como tal. Los langostinos de mar, cuando cambian el caparazón, pierden primero el viejo y quedan sin defensa por un tiempo hasta fabricar uno nuevo. Durante este tiempo se halla en gran peligro. Para los preadolescentes viene a ser la misma cosa, y fabricar un nuevo caparazón cuesta lágrimas, dolor y sudor por parte de todos. En las aguas del langostino sin caparazón hay casi siempre un congrio que acecha, listo para devorarlo.
¡La preadolescencia es el drama del langostino! En esta etapa de la vida son totalmente vulnerables a los peligros internos y externos: los internos pueden ser aquel niño que está dentro y que no quiere crecer para no perder la protección de sus padres, o aquel niño colérico que cree que llevándose todo por delante —«comiéndose» al adulto— se vuelve adulto; los externos son esos adultos peligrosos, a veces aprovechadores, que dan vuelta a su alrededor porque los sienten vulnerables, nuestra sociedad de consumo que les muestra de todo, sin discriminar ni advertirles de ciertos peligros, ofreciéndoles droga, sexo libre, alcohol, violencia y tantas otras cosas que a través de los medios empiezan a resultarnos comunes y normales, cauterizando nuestra conciencia, nuestra moral, nuestros principios.
Así viven de alguna manera nuestros preadolescentes este tiempo de cambio, siendo totalmente vulnerables por todo lo que nos rodea en esta etapa de la vida. Los niños bellos, cariñosos y alegres de ayer se convierten en muchachos y chicas huraños, quejosos, tristes o introvertidos. ¿Qué sucede con los preadolescentes de hoy? ¿Por qué son tan rebeldes, tan descorteses, tan aburridos consigo mismos y desinteresados en la vida? Todo lo que quieren hacer, aparentemente, es andar con una banda de amigos y escuchar música a todo lo que da.
Los adolescentes siempre fueron rebeldes en una u otra medida, siempre han sido descorteses, indiferentes a los adultos y difíciles de conformar. Recuerde por un momento su adolescencia: su mamá se quejaba por las cosas desordenadas y por el tipo de ropa que usaba, su papá le pedía que baje la música, etc. El conflicto entre los padres y sus hijos preadolescentes y adolescentes está documentado en toda la historia.
—Sí —dice usted—, tal vez siempre haya habido conflictos, pero hoy las cosas están peor que nunca. A propósito de esto, preste atención a la siguiente frase: «No veo esperanza para el futuro de nuestro pueblo en tanto dependa de la frívola juventud de hoy, pues todos los jóvenes son increíblemente imprudentes. Cuando yo era niño se nos enseñaba a ser discretos y respetuosos con los mayores, pero los jóvenes de la actualidad son demasiado avisados y la sujeción los impacienta». ¿Sabe quién dijo esto? Hesíodo, en el siglo VIII antes de Cristo. Por lo tanto, no hay duda de que podemos asegurar que desde la antigüedad y a través de los siglos ha existido este conflicto.
Los problemas son una parte muy normal del crecimiento de los jóvenes; aquel niño hermoso, cariñoso, considerado y obediente que usted conoció, ¡no tiene retorno! Por eso, es importante informarnos e interesarnos en cómo poder ayudarlos y empezar a entender qué es lo que están necesitando. Ayudarlo en esta etapa definitoria del crecimiento tiene que ver con lo que hicimos antes de llegar a ella.
¿No podemos educar a nuestro hijo preadolescente? ¿Nuestra autoridad se ve cuestionada? Claro que sí, es parte del desafío que le representa esta edad, pero aun así debemos seguir poniendo límites, porque es lo que ellos siguen necesitando y pidiendo a pesar de que manifiesten lo contrario.
¡Pero empecemos antes! La responsabilidad no nace en la preadolescencia, la capacidad de elegir no nace en la preadolescencia, la independencia no nace en la preadolescencia, sino que allí se manifiestan, allí comienzan a brotar, allí empiezan a crecer y desarrollarse desenfrenadamente. ¿Hacia dónde? Eso es los que nos preocupa a padres, docentes y líderes que trabajan con ellos.
Como todo brote, eso va a depender de las medidas que hayamos tomado antes: va a depender de haber tenido en cuenta qué sembramos en nuestros hijos desde su niñez temprana, va a tener que ver con aquellos «tutores» que hemos elegido para ayudar a nuestra pequeña planta antes de que se convierta en árbol.
Muchos padres llegan a nuestra escuela preocupados por sus hijos a la edad de 11 o 12 años o pensando en prever el fracaso en su ingreso a la escuela secundaria y buscando un ambiente que sea contenedor para su hijo en esta etapa, y muchas veces se llega tarde.
Preocuparnos por comprender la situación difícil que atraviesa el preadolescente es muy importante; tratar de entenderlo y mantener un diálogo fluido con ellos también lo es. Pensar en la educación, en los amigos y en el contexto en donde transite esta etapa difícil es fundamental.
Sobre todas las cosas, necesitamos prever. Como decíamos antes, cuando todavía son niños bellos, cariñosos y alegres que se deslumbran por todo lo que hacen papá y mamá como superhéroes, ese es el tiempo para hablar —porque aún nos escuchan—, es el tiempo para medir bien cómo invertimos las horas con nuestros hijos, es el tiempo para pensar en qué ámbito están creciendo, con quiénes están relacionándose en la escuela, qué amistades están formando, qué valores están recibiendo de sus docentes.
Este es el tiempo de cuidar nuestra planta y afirmar sus tutores, para que cuando surja el brote vertiginoso que lo lleva a convertirse en árbol hayamos puesto bases firmes.
Vamos a transitar la turbulencia de la edad; ¡es un proceso inevitable en padres e hijos! Vamos a ver al árbol agitarse con el viento, sufrir los rayos penetrantes del sol del verano, soportar el frío crudo del invierno; pero si desde la niñez hemos atendido qué semillas plantamos, qué valores fundamos, qué amistades y líderes los influyeron, podremos disfrutar al contemplar sus frutos, y luego sí, descansar bajo su sombra.
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