Salud Mental y Liderazgo
febrero 3, 2022La iglesia y el metaverso
marzo 23, 2022“Y entrando en una de aquellas barcas, la cual era de Simón, le rogó que la apartase de tierra un poco; y sentándose, enseñaba desde la barca a la multitud.” (Lucas 5.3, RV60)
El “salón de clases” perfecto
En esta ocasión, como en muchas otras, el salón de clases que usó el Señor fue al aire libre. El mejor maestro que jamás haya enseñado en este planeta era capaz de adaptarse a cualquier lugar, a cualquier escenario, y, por supuesto, a cualquier audiencia también.
En ocasiones he dejado volar mi imaginación en aspectos intrascendentes, como cuál sería el lugar idóneo para que la enseñanza llegue a los corazones y surta el efecto adecuado. En ese laberinto interminable de posibilidades, he querido pensar que Jesús hizo uso del “mejor auditorio” jamás construido. Según mi imaginación, y mi terrible ingenuidad, pensé que Jesús eligió ese lugar porque el agua, siendo un maravilloso reflector del sonido, aunada con el mejor conductor del mismo (el viento), llevaría sus palabras hasta la mejor pared acústica natural (las montañas que rodean a ese hermoso cuerpo de agua). ¿Qué mejor auditorio podría haber utilizado? ¡Claro! El mejor maestro que ha existido necesitaba el mejor salón del que pudiera disponer. ¿Y cuál hay más bello y majestuoso que el mar de Galilea? Una vez más, me estaba enfocando en aquello que no era lo más importante…
Si no fueron las cuatro paredes de un salón con toda la sofisticación y la tecnología lo más importante en la comunicación del mensaje y la enseñanza de Jesús a sus discípulos, ¿entonces qué lo fue? ¿Qué aspecto cuidó de manera especial el Señor en este momento de receptividad por parte de sus discípulos, y ante esa multitud curiosa? Bueno, los expertos en pedagogía de hoy en día dicen que el mejor conductor de la enseñanza es el amor y el respeto. ¡Y parece que eso es justo lo que encontramos en esta historia! “Simón, ¿podrías por favor alejar tu barca un poco de la orilla?”.
Esta no es una frase de mera cortesía. No lo creo. No creo que haya sido simplemente una frase “rompehielos” para iniciar una conversación. No, no lo creo. Creo más bien que el mejor maestro del mundo estableció y modeló él mismo lo que, después de mucha investigación, los educadores modernos han reconocido como el vehículo ideal para transmitir cualquier conocimiento: el amor.
En mi caso personal puedo recordar a las personas que me ayudaron a descubrir mi vocación como músico, y también a aquellos que, una vez descubierta, me ayudaron a perfeccionarla. Y en todos ellos puedo encontrar un común denominador: el respeto y el aprecio.
¡Qué difícil entonces será enseñarle a alguien que no amás! Y esto es especialmente cierto durante la adolescencia, ya que durante esa etapa a nuestros hijos no les interesa para nada cuánto saben sus padres o sus profesores. Lo único que les importa es saber cuánto les aman. Por tal razón, quienes más influencia podremos tener en ellos seremos aquellos que más les amemos. Y aquí tenemos como padres la oportunidad de nuestras vidas, ya que, ¿quién puede amar más a nuestros adolescentes que nosotros, sus propios padres?
La temperatura ideal
El respeto con el que un padre trata a sus hijos, el amor con el que solemos comunicarnos con ellos, es similar a la temperatura de una casa. Cualquier persona que entre en esa casa notará si la temperatura es cálida o si, por el contrario, la casa es tan fría como para ponerse un sweater. ¿Qué temperatura tenía el hogar donde creciste? ¿Cuál era el tono de las palabras con las que tu padre se dirigía a ti?
Algunos fuimos afortunados y escuchamos cosas como las que yo siempre escuché y sigo escuchando hasta el día de hoy por parte de mi maravillosa mamá (quien tiene ahora 85 años de edad): “Hijo, tú eres un triunfador”, “No tengo la menor duda de que vas a tomar una decisión sabia”, “En todo siempre has buscado honrar a Dios”, etc., etc. Otros crecieron escuchando palabras desmotivadoras, o incluso hirientes. Quizás tú no fuiste tan afortunado, y tuviste que procesar (y quizás hasta el día de hoy luchas con esto) frases como: “Muchacho tonto”, “¡Cómo es posible que no entiendas!”, o “¡Eres un inútil!”.
Si tu experiencia se parece más bien a esta última, tengo buenas noticias para ti: ¡no tienes por qué perpetuar ese comportamiento tan destructivo, repitiéndolo con la siguiente generación! Nadie mejor que tú sabe los lazos y ataduras que estas palabras ponen en el corazón de un muchachito. Nosotros no aprendimos así de Jesús. “Pequeño corderito, a ti te digo, levántate…”. ¿Puedes escucharlo?
La temperatura ideal, el ambiente apropiado, el elemento a través del cual se transmiten la educación, los valores y la fe, es ni más ni menos que el amor.
Necesito hacer una confesión en este momento, y es que existe una mala práctica, muy pero muy común entre nosotros los predicadores, docentes, y todos aquellos que tenemos el privilegio de enseñar a otros. Me refiero al terrible hecho de que a menudo tenemos más hambre de exhibir nuestros conocimientos, que de que nuestros estudiantes realmente aprendan. Si esto es terrible en el caso de un maestro, ¿cuánto más lo será en el caso de un padre? ¿Qué sucederá si el padre está más preocupado por lucir su erudición que por equipar a su adolescente para la vida? ¡No olvidemos que en el proceso educativo es mucho más importante lo que el jovencito aprende que lo que tú sabes o dejas de saber!
Además, dicho sea de paso, por mucho que tú seas experto en algún campo del conocimiento, la Biblia enseña que
«…si alguno se imagina que sabe algo, aún no sabe nada como debe saberlo.» (1 Corintios 8.2, RV60)
Este artículo fue extraído del libro “Pastorea a tu hijo adolescente” de Hector Hermosillo
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