La iglesia inmersa en un mundo plural
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octubre 23, 2021Esa mañana estaban particularmente entusiasmados. Como dirigentes de la iglesia creían haber encontrado la forma perfecta de acorralar a este nuevo profeta que tantos problemas les estaba causando con sus enseñanzas. Finalmente y después de tantos intentos fallidos, tendrían elementos para acusarlo en público y echarle así un baldazo de agua fría a su popularidad. El caso se trataba de una auténtica pecadora con todas las letras, que acababa de ser sorprendida en uno de los actos más condenables e inmundos para la época. La ley era muy clara y las pruebas sobraban.¿Se animaría este carpintero de Nazaret a ir en contra de Moisés? Pero a su vez si no lo hacía, ¿cómo seguiría hablando del amor después de esto? Sería como dar un guiño frente a una multitud y al templo para, a pedradas, convertir a esta mujer en un cadáver ensangrentado a sus pies. Todos esperaban verlo dudar pero él jamás titubeó. Con su acostumbrada calma recomendó que sería bueno que la ejecución la iniciase aquel que estuviera totalmente limpio de pecado. Las dudas en ese momento se trasladaron hacia el lado de los apedreadores, y el nerviosismo se empezó a instalar en los religiosos. Manos tensas que se abrían, ruidos secos de piedras que caían sin fuerza y pasos lentos que se retiraban del lugar, pasaron a ser una secuencia repetida y contagiosa que duró varios minutos. Los que comenzaron a marcar la tendencia fueron los de más edad, quizás producto de la mezcla de sabiduría con acumulación de pecados en sus conciencias. Al final solo quedaron dos protagonistas en la escena: La acusada, que consciente de su culpabilidad simplemente esperaba, y él, que era el único que tenía autoridad para tomar las piedras que hagan falta para hacer justicia. El desenlace fue sorprendente: No hubo sangre, hubo perdón; no hubo condena, hubo exhortación; no hubo final, hubo comienzo. El Creador hecho hombre acababa de enseñar, con hechos y no con discursos, un concepto cuyo significado y alcances muchos todavía se resisten a aceptar: La Gracia. Un idioma indescifrable para quienes ese día habían preparado todo con otra expectativa.
Recuerdo de una mañana frustrante – Juan 8:1-11
La molesta y chocante Gracia…
El histórico y polémico suceso ocurrido aquella mañana en Jerusalén sigue dando un poderoso mensaje que, si somos sinceros, debemos reconocer que aún en nuestros días no es fácil de digerir. Entiendo a quienes se molestan con la gracia, porque en algún momento de mi vida a mí también me resultó chocante e «injusto» que Dios decidiera darle otra oportunidad a gente que, para mi gusto y noción de justicia, directamente no se la merecía. La justicia, concepto que implica que cada uno reciba lo que le corresponde, parece estar peleada con la gracia, al menos en nuestras cabezas, pero no es así en el caso de Dios que es justo y a la vez lleno de gracia.
No miremos tan mal a los religiosos que querían apedrear a la mujer adúltera, los humanos nos caracterizamos por tener una necesidad y una sed innatas de justicia. Claro, curiosamente siempre referida a los demás. Cada vez que veamos o escuchemos a alguien reclamando justicia y castigo, ya sea en una manifestación pública, en un discurso, en un escrito, o hasta en el seno de la actividad de una iglesia, prestemos atención al detalle de que siempre se trata de que el rigor se aplique a otros pero no a quienes están haciendo el reclamo. En la Biblia vemos, por ejemplo en los salmos, cómo el mismo David en más de una ocasión le rogaba a Dios que aplique toda su justicia sobre sus enemigos (a veces con detalles bastante violentos, por cierto), mientras que en otros momentos clamaba por misericordia para su propia vida. Esto es una simple muestra de cómo somos: Queremos que la ley caiga y aplaste a los demás que no la cumplen, pero si se trata de nosotros o de seres muy queridos, estamos abiertos a explorar posibilidades de no ser tan «legalistas» y darle la bienvenida a la misericordia y a la gracia.
Velando por la santidad (de los otros…)
Quizás sea por eso que a veces encontramos tantos cristianos sumamente atentos y ocupados en vigilar la vida y obra de otras personas. No formemos parte de ese grupo. Todo sería diferente y habría más santidad si cada uno pusiera el énfasis sobre la integridad en su propia vida. Los líderes somos responsables de guiar, instruir y acompañar el crecimiento espiritual de nuestros discípulos, pero no es verdad que hemos recibido un encargo especial de parte de Dios para perseguirlos obsesivamente buscando el cumplimiento de algunos mandamientos. Y digo algunos porque, como pasaba en los días de Jesús, casi siempre esta pasión por la santidad ajena está apuntada arbitrariamente hacia algunos aspectos por encima de otros.
Aceptemos los sanos consejos que se encuentran en las epístolas del Nuevo Testamento acerca de cuidar nuestro corazón, nuestra firmeza y santidad sin juzgar a los demás, a quienes tenemos que mirar y tratar con la humildad de quien es consciente de sus propios pecados y de la latente posibilidad de caer en los mismos errores que nuestros hermanos. Según Gálatas 6:1 esta es una marca de verdadera espiritualidad; es decir que cuando se actúa sobre el error ajeno con altanería, soberbia y cierta superioridad, no hacemos más que conducirnos de manera natural y carnal como se podría esperar de cualquier mortal que no tiene adentro el Espíritu Santo.
Restaurar en vez de fusilar
Tengo que decir que muchos se han alejado de la iglesia, y lo siguen haciendo, al ver la dureza e insensibilidad con que los han tratado a ellos o a sus amigos a la hora de enfrentar un desliz espiritual. O en casos aún peores, lo que se juzgó implacablemente no fue un pecado, sino algo que, para el gusto o las tradiciones de quienes bajaron el martillo de sentencia, no era religiosamente correcto. Las personas sienten un golpe durísimo que hace tambalear su fe cuando descubren que el amor, el interés y el cuidado de la iglesia para ellos existen siempre y cuando se manejen dentro de ciertos cánones establecidos localmente. No debiera suceder que las sonrisas desaparezcan y en vez de rostros sólo se vean espaldas cuando aparece un pecado, un error o hasta un punto de vista diferente. Si como iglesia pretendemos representar a Dios en la tierra, definitivamente no podemos dar el mensaje de que amamos a la gente mientras se porten bien, o al menos como a nosotros nos gusta.
Cuando alguien tropieza y cae es cuando más necesita de un amor puro y genuino que le ayude a vencer la ley de la gravedad espiritual y logre restaurarlo, haciendo que se levante del piso de su condición. ¿Eres de los que colaboran para que eso pase? Le pido a Dios tener una actitud como la del buen samaritano, que frenó sus pasos, se agachó, se involucró, invirtió tiempo y dinero en curar, vendar y suavizar heridas para que la víctima, que estaba medio muerta, no terminara de estarlo totalmente. También oro por no ser de los que, cuando alguien ha sido asaltado y lastimado por el pecado, parecen querer acelerar su muerte pisoteándolo con humillaciones públicas, desprecio, condenación y olvido.
El Señor no nos dice en absoluto que seamos blandos con el pecado, pero nos explica que si queremos aplicar justicia estricta, esta será para todos incluyéndonos a nosotros. Y recordemos que nuestras categorías de pecados pueden no coincidir con la de él.
Látigo en mano para ordenar el templo
Uno de los momentos preferidos en la vida de Jesús para quienes tienen un perfil más bien rígido e inflexible, es aquel cuando él entró en el templo y, látigo en mano, puso las cosas como debían estar (Juan 2:15-16). Algunos sienten cierta atracción por el látigo y por poner a los demás en el lugar correcto. Aunque nunca lleguen a la acción física, a veces utilizan la violencia verbal o de actitudes, que según el caso, pueden doler tanto o más que un latigazo en la espalda. Lo que te propongo es que tomemos un látigo imaginario y que, al igual que el Señor, nos pongamos firmes y nos enojemos con toda la suciedad y corrupción que encontremos en el templo; pero no en el templo al que asistimos semanalmente, sino en el templo del Espíritu Santo que significa nuestra vida. ¿No hay suficiente para ordenar, limpiar y sanear en nuestro propio corazón como para que estemos adoptando el papel de detectives de la pureza ajena?
Cuanto más conscientes somos de nuestra pecaminosidad, automáticamente más dispuestos estamos a tratar a los demás con la gracia con la que somos tratados por Dios. Y en el caso opuesto ocurre exactamente lo contrario: Mostremos con nuestra actitud a quienes nos rodean que estamos al tanto de nuestra condición de ser humano pecador.
Los “perdidos” de afuera
Debo confesar que me produce cierta molestia cuando escucho sermones que, desde la comodidad de un púlpito, hablan en contra de toda la maldad y perdición que se nota en la sociedad; el típico mensaje de «nosotros» y «ellos»: Nosotros somos los buenos y ellos los malos. Los que hacemos las cosas bien estamos dentro de la iglesia y los que hacen todo mal están allá afuera donde reina el pecado. Yo me siento responsable como parte de la iglesia de Cristo por todo el desastre que vemos en nuestras calles. Creo que la misión que se nos dejó no pasa por denunciar ni acusar, sino más bien por rescatar y restaurar. No le veo mucho sentido a seguir proclamando lo que está mal mientras no movemos un dedo para cambiarlo. Si en la iglesia vamos a hablar del pecado de afuera, que sea con dolor, con amor y asumiendo nuestra responsabilidad, y no como suele suceder, con cierto orgullo y satisfacción por no pertenecer al grupo de los «perdidos».
Manos libres (de piedras…)
Tenemos que empezar a combatir esa sensación equivocada de superioridad que hace que cuando no estamos condenando a los que están afuera, encontramos siempre alguien para condenar adentro. Pareciera como que lo importante es estar listos para apedrear, por supuesto, en honor a la santidad y por el gran amor y respeto que sentimos por el Señor. ¿Aprenderemos algún día la lección? ¿A quién apedreó Jesús, o cuándo alentó a ejecutar a alguien?
Cada vez que el Señor aparece en los evangelios cerca de algún corrupto o pecador, se nos dice que se juntaba a comer con ellos, compartía, hablaba, los amaba y se los demostraba porque trataba de ganarlos. ¿Y las piedras? ¿Dónde estaba la justicia perfecta de Jesús? Esas personas no se merecían nada. Algunos de ellos eran ladrones y traidores a la patria que se enriquecían a costa de sus conciudadanos. Sin embargo, no hay discursos de acusación, sólo amor y respeto por esas vidas. ¿Pero Jesús no debería haberse enojado ante tanto orgullo, egoísmo y pecado? Sí; el Señor se enojó, discutió, acusó y denunció, pero sorprendentemente lo hizo con los «buenos» que estaban «adentro» (los líderes religiosos) y no con los «malos» que estaban «afuera», a quienes les mostró su amor. La diferencia entre estos dos grupos de enfermos era que uno de ellos creyéndose sano rechazaba toda medicina (Lucas 5:31).
Usemos las manos para otra cosa
Si somos de los que se apasionan intensamente por Dios, debemos ser fieles a lo que nuestro Señor nos enseñó abriendo las manos y soltando esas piedras que parecemos llevar a todos lados. Según 1 Pedro 4:10 tenemos la enorme responsabilidad de ser buenos administradores de la Gracia de Dios. ¿Hay situaciones condenables a tu alrededor? Qué bueno sería que, ya sin piedras, puedas usar tus manos para otra cosa: para ayudar, para apoyar, para restaurar y por qué no para acariciar en vez de lastimar.
Tanto dentro como fuera de la iglesia hay muchas personas que necesitan de Dios, es decir, que necesitan amor. Pedradas ya tienen de sobra. Quizás primero sea necesario darles un trato inmerecido que impacte y ablande sus corazones, para que luego estén listos y en condiciones de escuchar una voz que con todo cariño y autoridad pueda decirles: «no peques más…».
Este artículo fue extraído del libro “Ninguna Religión” de Fernando Altare
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