¿Cómo podemos explicar la Trinidad?
septiembre 22, 2016Lo Espiritual en lo secular: U2 dirigió la reunión.
septiembre 22, 2016A pesar de creer en la salvación por gracia, aparte de nuestros méritos, muchos cristianos viven bajo la ley, inseguros de su relación con Dios y tratando día tras día de ganar su amor y aceptación. Este artículo liberador está dedicado a todos aquellos que viven sin experimentar el amor y la aceptación incondicional de Dios en su vida cotidiana.
I. INTRODUCCIÓN
Una de las paradojas que se está dando en el cristianismo contemporáneo es la pérdida del concepto de la gracia de Dios. Un creciente legalismo se está instaurando en nuestras iglesias y comunidades. Un legalismo que lleva a las personas a tratar de ganar cotidianamente el amor y la aceptación de Dios. Un legalismo que nos lleva a pensar, sea de manera consciente o inconsciente, que existen unos mínimos que uno ha de lograr para hacerse merecedor del amor y el favor de Dios. Un legalismo que lleva a muchos creyentes a vivir en culpabilidad y frustración al no poder alcanzar ese ideal que se supone que deben vivir y considerar que la actitud de Dios hacia ellos depende de la consecución del mismo.
Es el propósito de este artículo enfatizar la importancia de la gracia, no única y exclusivamente para nuestra salvación eterna sino también para nuestro vivir cotidiano. Pienso que la Palabra de Dios enseña con toda claridad que no sólo somos salvados por gracia. Es únicamente por gracia que podemos vivir día tras día y mantenernos en la presencia del Señor.
II. SALVOS POR GRACIA
Para poder entender y valorar la gracia es básico e imprescindible tener una idea muy clara y realista de cuál es la situación espiritual del ser humano, lo cual, naturalmente, incluye nuestra propia situación.
La Palabra de Dios es muy poco optimista al abordar la descripción de la situación moral y espiritual del género humano, a diferencia del optimismo que la Ilustración generó sobre la bondad intrínseca del hombre. Los prohombres de la ilustración consideraban que el ser humano nacía bueno por naturaleza. Era la sociedad, la cultura las que lo convertían en malo.
Hay dos pasajes clave en el Nuevo Testamento que nos dan una visión totalmente diferente a la descripta anteriormente. El primero de ellos lo encontramos en Romanos 3:9-18 y 23.
En este pasaje se nos dice que no hay ni siquiera una persona que busque el bien. No hay justo ni tan solo uno. Es decir, no hay nadie con la suficiente talla moral para poderse presentar y ser declaro como justo, carente de falta, por Dios. Pablo sigue su descripción afirmando que no hay quien tenga entendimiento o busque a Dios. Cada cual, continúa, busca su propio camino, va a su propio aire. Todos nos hemos pervertido. El apóstol termina su descripción con la rotunda afirmación que todos, absolutamente todos, hemos pecado y como consecuencia estamos alejados de la presencia salvadora de Dios.
El siguiente pasaje lo encontramos en otra de las epístolas de Pablo, concretamente en Efesios 2:1-5.
La descripción que de la humanidad se hace en este pasaje no es más halagüeña. Se nos describe como muertos espiritualmente a causa de nuestros delitos y pecados. Se indica que estamos, ni más ni menos que bajo el control de Satanás. Vivimos siguiendo nuestros propios deseos y, con demasiada frecuencia, siguiendo los impulsos de nuestra naturaleza pecadora. El apóstol dice que somos, con toda razón y justicia, merecedores de la ira y del castigo de Dios. Además nos describe de una forma penosa y triste como gente sin esperanza y sin Dios.
Hay otros pasajes que inciden en la visión pesimista de la condición humana. No los voy a tratar. De hecho, la finalidad no es hablar acerca de la maldad sino de la gracia. Sin embargo, es necesario entender nuestra real condición ante el Señor para poder valorar adecuadamente su gracia y amor incondicional hacia nosotros.
El problema con demasiada frecuencia es que el ser humano no se ve a sí mismo como tan malo ni en tan mala condición. Esto es debido de forma fundamental a tres razones:
– En primer lugar, acostumbramos a funcionar por comparación. Es decir, nos comparamos con otros y el resultado no nos parece tan malo. Naturalmente éste dependerá de con quién nos comparemos. Pero nuestra tendencia normal y natural es hacerlo con aquellos que harán que la comparación sea beneficiosa para nosotros.
En una ocasión conversaba con uno de los jóvenes de mi iglesia y le pregunté sobre sus resultados académicos en la secundaria. Me comentó que había reprobado cinco asignaturas o materias. Cuando le hice notar que aquellos resultados eran francamente malos me respondió que no era para tanto: muchos de sus compañeros de clase habían reprobado siete u ocho materias, por tanto, cinco no estaba tan mal. Es cierto, comparado con el que ha suspendido ocho, no está tan mal. Sin embargo, este joven olvidó mencionar a todos los alumnos que habían aprobado todas las materias o tan sólo habían reprobado una o dos.
Mi punto es que nuestra tendencia humana para protegernos es buscar comparaciones favorables. Es lógico. Si yo me comparo con Adolfo Hitler probablemente merezco ser llevado a los altares a causa de mi bondad. Pero, si me comparo con Teresa de Calcuta, una persona que ha consagrado toda su vida al servicio a Dios y los pobres, tal vez la comparación no resultará excesivamente positiva o benigna para mí.
– Una segunda razón es que, como dice muy bien el refrán, las apariencias engañan. ¿Qué pretendo afirmar con esto? Muy sencillo, no es totalmente imposible conocer el interior del ser humano. La Biblia con su habitual sabiduría ya nos indica que el corazón del ser humano es totalmente engañoso.
Con demasiada frecuencia no conocemos sino tan sólo algunas de las facetas de la vida de las personas. Podemos tener amigos que en la relación que mantienen con nosotros sea maravillosos, sin embargo, si preguntáramos a su esposa y a sus hijos tendríamos una visión diferente. Un buen diácono de la iglesia puede ser un explotador en su negocio.
En otras ocasiones nos faltan las oportunidades adecuadas para poder pecar. Jesús afirmó que desear a una mujer en nuestro corazón es lo mismo que adulterar con ella. Ahora bien, es más respetable porque nadie lo ve. Hay personas que no roban no porque sean honestas, sino más bien por el miedo a las consecuencias que de ello se podría derivar. Hay quien no mata por miedo a la policía. Pensemos por un momento ¿Qué sucedería si pudiéramos llevar a cabo nuestros más sucios deseos con total impunidad? ¿Cuánta gente robaría, mataría, estafaría, adulteraría si se le pudiera garantizar un total anonimato y absoluta impunidad? Mucha bondad es tan sólo maldad reprimida por el miedo a las consecuencias.
Es por esto que en la Biblia se nos indica que el Señor juzga según verdad (Romanos 2:2). Es decir, Dios juzga el interior, el ser real, la intimidad, no únicamente las acciones o las apariencias como a menudo es nuestro caso. Por eso también la Biblia afirma que la Palabra del Señor es eficaz analizando las intenciones del corazón (Hebreos 4:12).
– Una tercera razón es que nosotros marcamos la normal de aceptabilidad moral. Este punto está íntimamente relacionado con el primero. Imaginemos por un momento que hay que viajar desde la costa atlántica de España hasta Brasil. Hay algunos atletas increíblemente preparados que son capaces de nadar hasta trescientos kilómetros. Algunos de los lectores tal vez pueden nadar uno o dos kilómetros. En la inmensa mayoría de los casos una piscina de cincuenta metros puede ser nuestro límite.
Pensemos por un momento. El mejor atleta sería 300 veces mejor que la mayoría de nosotros. Podría nadar 300 veces más distancia que nosotros. Al compararnos con él es normal sentirnos frustrados y desanimados. Ahora bien, pongamos las cosas en la perspectiva correcta. Considerando que la distancia total a nadar supera fácilmente los 5.000 kilómetros, tanto el mejor como el peor se quedan muy lejos de la meta deseada ¿no creen?
Lo mismo sucede con Dios. El mejor de nosotros y el peor de nosotros, ambos están muy lejos del ideal de santidad de Dios. Porque precisamente es el Señor quien marca y decide cuál es la talla que se debe de dar para aprobar y, naturalmente, como todos sabemos ninguno de nosotros la da.
Lo único que todos nosotros merecemos es la muerte. Lo que merecemos, lo que nos hemos buscado con nuestro estilo de vida. Es imposible para nosotros dar la talla moral que Dios exige para declararnos justos simplemente porque Él mismo es el modelo.
Es aquí precisamente donde entra en juego la gracia de Dios. Es increíble pero totalmente cierto. Aquel que única y exclusivamente merecía la muerte, no sólo no se le castiga sino que se le perdona, restaura y eleva a la condición de hijo de Dios y heredero juntamente con Cristo ¿Alguien en su sano juicio puede entender esto? ¿Tiene algún sentido común?
Todo esto es debido a que Dios ha decidido tratarnos con amor, aceptación, bondad y misericordia cuando lo que merecíamos era totalmente lo contrario. Precisamente la gracia es eso, tratar a uno de forma totalmente contraria a como se merece.
Cuentan una anécdota atribuida a la época del emperador francés Napoleón que la madre de un joven oficial se acercó pidiendo a Napoleón el perdón para su hijo que había sido condenado a muerte por traición. Ante los lloros de aquella mujer el gobernante respondió que su hijo era culpable de traición. La madre continuó insistiendo y el emperador le respondió que perdonarlo no sería justo. Ante esta respuesta la desesperada madre respondió: -“Majestad, no pido justicia, estoy pidiendo gracia”. Me parece que sobran todas las palabras.
Porque gracia es ser tratado como uno no merece, es únicamente cuando somos conscientes de nuestra pésima condición moral cuando estamos en condiciones de valorar en toda su dimensión y plenitud la gracia de Dios. Esta ha sido a lo largo de la historia la experiencia de muchas personas.
El propio Jesús afirmó que a quien mucho se le ha perdonado mucho ama. Esa fue la experiencia del apóstol Pablo con la gracia. No en vano recibe el nombre del apóstol de la gracia. Él había sido un perseguidor de la iglesia. Responsable de la muerte de creyentes. Él era muy consciente de no merecer en absoluto el amor y el perdón de Dios, mucho menos el apostolado. Esta fue la experiencia del publicano que de rodillas y humillado oraba delante de Dios y que, según Jesús, volvió a casa justificado.
Fue la experiencia de la gracia en la vida del atormentado monje agustino Martín Lutero la que le llevó a iniciar la Reforma protestante, de la que en un sentido u otro nosotros somos un fruto. Es la misma experiencia del autor del conocido himno “Sublime gracia”. Un antiguo traficante de esclavos que hizo su fortuna con el dolor y la muerte de muchos seres humanos. Tiene todo el sentido que tras su conversión escribiera un himno tan maravilloso.
III. VIVIENDO CADA DÍA BAJO LA GRACIA DE DIOS
No es difícil para nosotros aceptar la salvación por gracia. Es una enseñanza clara de la Escritura (Efesios 2:6-10) y uno de los pilares del mundo evangélico y protestante. Ahora bien, ¿aceptamos con tanta facilidad el vivir día tras día en la gracia del Señor?
Doy por sentado que todos los que están leyendo este artículo son personas convertidas, nacidas de nuevo. Personas que en un momento u otro de vuestra vida experimentaron la gracia de Dios. Pero, ¿cómo te ve Dios en este momento?
¿Esta el Señor satisfecho con tu vida? ¿Te continúa amando Dios a pesar de la manera en que vives, a pesar de tus fracasos, incoherencias, inconsistencias y pecados? Piensa en tu fuero interno ¿Te puede aceptar Dios tal y como eres en estos momentos? ¿Eres digno de recibir las bendiciones del Señor? ¿Te sientes culpable e inseguro delante de tu Dios? ¿Vives intentando ganar cada día su amor? ¿Piensas que el Señor te retira su amor cada vez que fallas? Por último: ¿a quién ama más el Señor? ¿A mí que soy pastor, que he llevado muchas personas a Cristo, que discipulo, escribo libros, doy charlas y conferencias en muchos países y aconsejo a otros, o a ti? ¿Cuál de los dos es más aceptable y digno delante de Dios?
Las respuestas a estas preguntas son tremendamente importantes. Mi experiencia pastoral de muchos años. no sólo entre jóvenes sino entre adultos también, me ha llevado a constatar la triste realidad de que muchos cristianos viven por obras a pesar de haber sido salvados por medio de la fe.
Estos hermanos en Cristo consideran que su comportamiento es el que condiciona el amor y la aceptación por parte del Señor. Dicho de otro modo, si dan la talla, son amados. Si no la dan, son rechazados. Estos cristianos viven esforzándose por ser aceptables a los ojos de Dios, por tratar de ganar su amor, su benevolencia. Viven de forma constante tratando de ganar la aprobación por parte del Señor y, si no pueden lograrlo, al menos intentan evitar su ira, su enfado e incluso su castigo o maldición.
Debido a encontrarse en una posición insegura delante de Dios establecen con Él una relación que podríamos llamar “comercial”. Tratan de vivir de una manera determinada para poder conseguir ciertas bendiciones de Dios. Se plantean la relación con el Señor sobre la base de la negociación, ellos han de hacer algo para que el Señor haga algo por ellos. Consideran que la actuación de Dios hacia ellos o incluso sus familias estará condicionada por la forma en que actúen.
Muchos tratan de vivir de tal manera que, por decirlo de forma coloquial, les permita ganar puntos y con ellos negociar con Dios. Olvidan que como muy bien dice el apóstol Pablo, al que obra el salario que se le concede no es una gracia. Es un derecho. Si trabajo durante todo el mes y al final no recibo mi paga eso es una injusticia. Ahora bien, si no he trabajado y a pesar de no merecerlo recibo mi salario, eso es gracia. Si tratamos de ganar el favor de Dios ya no funcionamos bajo la gracia, estamos funcionando bajo las obras de la ley.
Cuando los creyentes operan bajo las obras sufren ciertas consecuencias:
– La primera de ellas es inseguridad en su relación con Dios. Al depender la aceptación y el amor de Dios de su comportamiento y estilo de vida, éstos se convierten en condicionales y nuestra relación con Él insegura. No sabemos si estaremos dando la talla y cubriendo las expectativas de Dios. Su favor hacia nosotros podría cambiar en cualquier momento a causa de nuestros fallos conscientes o inconscientes.
– Otra consecuencia es el legalismo. El legalismo consiste en hacer las cosas correctas con la motivación incorrecta. El legalismo nos lleva a actuar no como resultado de nuestro amor por Dios sino de nuestro miedo hacia Él. El legalismo nos puede llevar a hacer las cosas por nuestro propio interés, sea el de conseguir las bendiciones del Señor o evitar sus castigos. El legalismo vicia nuestra relación con Jesús y nos convierte en jueces de los demás.
Una tercera consecuencia es la decepción hacia Dios. Recordemos la parábola de los obreros que fueron reclutados para trabajar en la viña. Lo fueron a distintas horas del día, sin embargo, todos recibieron la misma paga. La decepción de los que fueron contratados a primera hora fue notable. Ellos esperaban más. Consideraban que merecían más que los otros ya que en su opinión habían hecho más y, por tanto, el dueño de la viña les era deudor. Lo mismo pasa con ciertos cristianos. Consideran que como han obrado el Señor está en deuda con ellos, les debe algo. Tal vez no lo reconozcan a nivel consciente, pero en su inconsciente tienen dicha expectativa. Por eso, cuando las cosas no suceden como ellos esperaban, o las bendiciones no vienen, no lo entienden y se decepcionan con el Señor. Su problema consistía en no entender que Dios no debe nada a nadie porque nadie merece nada de Él.
– Una última consecuencia es el desánimo. Hay cristianos que tristemente se desaniman e incluso tiran la toalla porque llegan a la conclusión de que por más que se esfuercen es imposible agradar a Dios, tratar de contentarlo y que Él se muestre propicio con ellos.
Hay muchos creyentes que debido a que funcionan con el paradigma de las obras y no con el de la gracia, sufren varias o todas estas consecuencias y, por tanto, no experimentan la vida abundante a la que Cristo les ha llamado (Juan 10:10).
El mensaje que llegados a este punto quiero compartir es que únicamente podemos vivir por gracia. De la misma forma que nunca hubiéramos podido dar la talla para ser declarados justos y tuvimos que recurrir a Jesús, nunca, nunca, absolutamente nunca daremos la talla para vivir día tras día en la presencia del Señor y poder ser merecedores de su amor, su aceptación y sus bendiciones. Sólo podemos hacerlo, única y exclusivamente por medio de su gracia.
IV. ÚNICAMENTE PODEMOS VIVIR POR GRACIA
Todos nuestros méritos carecen de valor, de ningún valor para podernos presentar ante Dios y merecer su aprobación. El profeta Isaías ya lo afirmó en el capítulo 64:6 cuando dijo: “Todos nosotros somos como un hombre impuro; todas nuestras buenas obras como un trapo sucio; todos hemos caído como hojas marchitas”. Piensa por un momento en lo mejor que puedas presentar delante de Dios, aquello de lo que más orgulloso y satisfecho te sientas. Pues bien, a sus ojos es pura basura. Carece de valor, no puede conseguirte su amor y aceptación.
En Gálatas 3:3 el apóstol Pablo denuncia a los cristianos de Galacia porque tras comenzar por la fe y la gracia habían caído en el error de querer continuar por medio de las obras, ¡como si aquello les hubiera servido de algo ante el Señor! Querían continuar la vida cristiana acumulando méritos para poderse presentar ante la presencia del Señor. Pablo les advierte de forma tajante que hacer eso significa, ni más ni menos, que caer de la gracia.
Déjenmme que diga algo que seguramente puede sorprender. A los ojos del Señor el gran predicador Billy Graham no se más digno de presentarse ante la presencia del Señor que cualquiera de nosotros. Tanto él, con todos sus logros humanos, como nosotros, con toda nuestra miseria, única y exclusivamente podemos presentarnos y mantenernos ante la presencia del Señor por su pura y bendita gracia. Ningún, repito, ningún mérito humano nos franquea el acceso ante el Padre; es por pura y simple gracia.
El escritor británico Storms, citado por Jerry Bridges en su libro “La gracia transformadora” dice lo siguiente con respecto a la gracia:
La gracia deja de ser gracia si Dios se ve obligado a conferirla ante la presencia del merecimiento humano… la gracia deja de ser gracia si Dios está obligado a retirarla ante la presencia del desmerecimiento humano… la gracia es tratar a una persona sin la más leve referencia a sus méritos, sino únicamente de acuerdo con la infinita bondad y soberano propósito de Dios.
Si Dios ha de amarte por tus méritos, entonces ya no es gracia, son obras. Si Dios deja de amarte y aceptarte debido a tu ausencia de méritos, entonces ya no estamos hablando de gracia, nuevamente estamos hablando de obras. Storms lo ha definido con gran claridad: es tratar a alguien con amor y aceptación sin la más mínima referencia a sus méritos o ausencia de los mismos.
Recordemos el ejemplo que anteriormente poníamos acerca de la distancia entre la costa atlántica de España y Brasil. La distancia entre lo que Dios exige y lo que el mejor de nosotros puede dar es tan grande que sólo la gracia puede hacer que seamos aceptados por el Señor.
Pensemos por un momento en la conocida parábola del Hijo Pródigo. El hijo que decidió permanecer en la casa, obedeciendo y haciendo la voluntad del padre no fue más amado que aquel que tomó la decisión de marcharse y vivir en abierta rebelión y desobediencia hacia su padre. El final de la parábola nos muestra que estoy en lo cierto. El muchacho que marchó no fue menos amado por ello, aunque es cierto que no experimentó el amor que el padre continuaba teniendo hacia él. Pero el punto en esta parábola no es lo que el hijo experimentó sino la actitud permanente e incondicional del padre de seguir amando y aceptando a pesar de todo.
¿Qué reacción ha provocado en vuestras mentes lo dicho en estos últimos párrafos? ¿Incomodidad con un concepto que parece ir contra nuestra lógica evangélica? ¿Rebeldía porque consideramos injusto el que Dios pueda amar igual al que obra que al que no obra? Tal vez nuestro legalismo nos lleva a querer ser más justos y santos que el mismo Dios. Tal vez Él ha decidido amar y aceptar incondicionalmente en base a su gracia a todos sus hijos y nosotros consideramos que es injusto ese comportamiento. El legalista, quien trabajosa y esforzadamente se labra su camino para acceder a la presencia de Dios y ganar su amor, no puede aceptar que Dios otorgue el mismo de forma incondicional a aquel que carece de méritos, considera que ese tratamiento es injusto.
Pensamientos de este tipo, lógicos por otra parte desde un punto de vista humano, nos recuerdan la parábola que Mateo narra en el capítulo 20 versículos 1 al 16 de su Evangelio. Es la conocida narración de diferentes personas que fueron contratadas a diferentes horas pero todas recibieron el mismo salario. Aquellos que trabajaron más consideraron injusto su salario, a pesar de haber recibido el convenido. La gracia de Dios no tiene lógica, al menos no tiene nada que ver con la lógica humana, he aquí lo grandioso y maravilloso de la misma.
Las personas que como un servidor tenemos una clara conciencia de nuestra realidad como pecadores, redimidos, pero todavía pecadores, valoramos enormemente el ser aceptados y amados no por lo que somos o podemos acumular en cuanto a méritos, sino única y exclusivamente por la gracia del Señor. ¡Qué sería de nosotros sin su gracia!
V. UNA RESPUESTA DE AMOR
Algunos lectores podrán pensar que se trata de una auténtica ganga o bicoca. ¡Vaya oportunidad! Nada que hagamos o dejemos de hacer puede alterar o afectar nuestro status delante de Dios. Por tanto, comamos y vivamos como nos de la gana, la vida son sólo dos días, nada puede separarnos del amor de Dios, somos libre de vivir como nos plazca.
Pensar de esta manera significa que una persona ha entendido claramente el significado de la gracia. Ha entendido que verdaderamente, como indicábamos anteriormente la misma no está relacionada con nuestros méritos o ausencia de los mismos. Ahora bien, si afirmar esto indica que se ha entendido lo que es la gracia, también muestra que no se han entendido las implicaciones de la gracia. ¿Confusos? Me explicaré.
En Romanos 6:1 y 2 el apóstol Pablo ya plantea este problema y la solución. Dice así “¿Qué, pues, diremos? ¿Vamos a seguir pecando para que Dios muestre aún más su gracia? ¡De ninguna manera! Nosotros ya hemos muerto al pecado: ¿Cómo pues podemos seguir viviendo en pecado?”.
Pablo afirma que aquellos que hemos conocido a Jesús como Señor y Salvador, los que hemos experimentado su gracia, no podemos seguir pecando. Algunos lectores dirán: -“Bien, al fin y al cabo estamos en lo mismo, hay que seguir obrando. Mucha gracia y mucha historia, pero al fin lo que cuenta es lo que hacemos, y esto es lo que nos vale ante la presencia de Dios”.
No, este enfoque es equivocado y no es lo que la Biblia nos quiere enseñar. Tanto el que vive la vida cotidiana bajo las obras como aquel que lo hace bajo la gracia han de obrar, sin embargo, lo que marca una diferencia total, absoluta y abismal es la motivación para dichas obras.
Ambos obran, pero con diferente motivación. Quien vive bajo las obras lo hace para ganarse el amor y la aceptación de Dios. Quien vive bajo la gracia lo hace, precisamente porque ha entendido el amor y la aceptación incondicional del Señor, y esta comprensión le lleva a esforzarse por hacer todo aquello que agrada y honra a un Dios que le ha amado de forma semejante.
Quien vive bajo las obras actúa para ganar. Quien vive bajo la gracia actúa partiendo de la seguridad que supone saberse en una situación invulnerable y segura ante su Dios. A uno le mueve la necesidad de encontrar seguridad. Al otro le mueve la gratitud de sentirse seguro.
Naturalmente que quien vive bajo la gracia obra. Ahora bien, sus obras son el resultado de su amor y gratitud hacia un Dios que le ha ofrecido amor, aceptación y comprensión de una forma incondicional. Pablo lo afirma con total rotundidad en 2 Corintios 5:14-15: es el amor de Dios el que nos impulsa. Es la comprensión de lo que ha hecho por nosotros lo que nos motiva y da fuerzas para vivir una vida de santidad.
Quien ha entendido la gracia se esfuerza por no pecar. Su esfuerzo nace del deseo de no fallar, de no defraudar a alguien que le ama y acepta de una forma tan bárbara. El pecado produce dolor en la persona que vive bajo la gracia. Sin embargo, no es el dolor de sentirse inseguro o de haber perdido el favor, el amor o la aceptación de Dios. Antes al contrario, es el dolor que produce el haber traicionado la confianza del que te ama. El no haber estado a la altura de su amor y gracia. Es el dolor que produce el ser consciente de haber devuelto mal por bien. Por decirlo de alguna manera, es el dolor de haber pisoteado la amistad y la genuinidad de Dios.
La comprensión de la gracia, el sabernos seguros ante el Señor, el entender que nada ni nadie nos puede separar de su amor es precisamente lo que nos lleva a obrar. Es un obrar que nace de un corazón seguro y agradecido. Este obrar es la mejor demostración de que realmente hemos comprendido y entendido la gracia del Señor hacia nosotros.
VI. A MODO DE APLICACIÓN
Quisiera dejar con los lectores tres aplicaciones. Cada lector se sentirá más identificado con una u otra.
La primera aplicación es un reto para aceptar la gracia salvadora de Dios. Si nunca has entregado tu vida a Dios en estos momentos puede ser tu oportunidad. Él te ama y acepta incondicionalmente, dio su vida por ti y desea darte vida eterna. Habla con Él, reconoce tu pecado y pídele que lo perdone.
La segunda aplicación es un reto para vivir la vida cotidiana bajo la gracia del Señor. Tal vez un día aceptaste su gracia salvadora, sin embargo sigues viviendo bajo las obras y buscando cada día la aceptación, aprobación y ganarte el amor del Señor. Es por gracia. Nunca acumularas suficientes méritos y siempre vivirás en tensión e inseguridad. Acepta su gracia para vivir la vida cotidiana y en respuesta vive en obediencia a Él. Una obediencia, no olvides, que nace de la seguridad de que nuestra amistad con Él está basada no el mérito o la ausencia del mismo, sino en la gracia.
La tercera aplicación es un reto para tratar a otros con gracia. Honestamente hablando, hay una gran falta de gracia en el mundo cristiano. Somos demasiado legalistas en nuestro tratamiento de los demás. La Escritura nos dice que de gracia hemos recibido y, por tanto, de gracia hemos de dar.
Aquellos que hemos experimentado la gracia de Dios, su aceptación total e incondicional no podemos, no tenemos derecho, no estamos autorizados a tratar a otros de forma legalista, justiciera y carente de misericordia y compasión. ¿Cómo pretendemos ser más justo que Dios? ¿Nos estamos burlando de Él pretendiendo tener niveles de santidad más altos y elevados que los suyos? No estoy hablando de ser indulgente con el pecado, ni frívolo en el tratamiento del mismo. Estoy afirmando que sigamos el ejemplo de Jesús y seamos capaces de separar la persona de su conducta.
Muchos cristianos carecen de toda gracia en su trato con otros creyentes. Creo con toda sinceridad que sólo aquellos que han experimentado y entendido la gracia pueden tratar a otros del mismo modo. Honestamente, cuando tú has sido tratado una y otra vez de forma graciosa por el Señor ¿cómo puedes ser legalista, justiciero y carente de misericordia con otros?
Esta falta de gracia en las relaciones en el mundo cristiano me hace pensar si el problema no será que el pecado de los demás nos recuerda nuestro propio pecado y, al atacar y juzgar a otros en su pecado nos sentimos mejor con respecto al nuestro. El pecado de los demás nos incomoda debido, tal vez, a que al no sentirnos seguros en nuestra relación con el Señor, nos enfrenta con nuestro propio pecado, nuestra incoherencia e inconsistencia. Atacar a otros me hace sentir más justo, más santo, más en paz conmigo mismo.
El pecado es grave. Todo pecado es una ofensa contra la santidad de Dios. Jesús tuvo que pagar por ello. Gracias a su sacrificio nosotros podemos experimentar su gracia, por tanto, no dejemos de dar gracia a otros. Nunca la ley ha salvado a nadie, por eso, como dice el Evangelio de Juan la gracia nos vino por medio de Jesucristo.
Acabo con las archiconocidas palabras del clásico himno evangélico:
Sublime gracia del Señor
Que un pecado salvó
Fui ciego más hoy veo yo
Perdido y Él me halló
¿Qué sería de mí sin su gracia?
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