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febrero 1, 2020Hace unos meses volvió a ocurrir una vez más: dos amigos nuestros se divorciaron. Era un matrimonio comprometido en el servicio de la iglesia local, que a los ojos de sus amigos componían una preciosa pareja. Obviamente tenían sus desafíos como todos los matrimonios, pero se percibían como una pareja que se complementaba muy bien. Cuando nos dijeron que habían decidido divorciarse, casi me atraganto con el café. No podía creer el argumento que escuché para justificar el final de su matrimonio.
Dijeron: “Se acabó el amor, somos unos excelentes compañeros de piso, pero ya no hay pasión entre nosotros”. A lo que yo respondí: “No se les acabó el amor, se les acabaron las ganas de mantenerlo vivo. El amor no se acaba, lo dejas morir. El amor no es como la energía en una batería, que se gasta con el uso. El amor es como una planta, cuya vida depende de ser regada. Simplemente se les acabaron las ganas de cuidar esa planta que sembraron juntos el día de su boda”.
No quiero ser insensible con aquellos que deciden ponerle fin a su matrimonio, porque entiendo que existen razones para divorciarse. Cuando la violencia, el abuso o la infidelidad intoxican una relación, asesinan el amor. Pero me preocupa que nuestra generación asuma que el divorcio es una buena opción para solucionar los problemas de convivencia. Quizá esta manera tan cobarde de amarnos está inspirada en una sociedad de consumo que tira rápidamente a la basura lo que se rompe y se compra algo nuevo.
Nuestro primer año de matrimonio también fue difícil, porque unir a dos y hacerlos uno siempre implica fricciones. Algunas de mis estupideces provocaron más de una discusión. Por ejemplo, mi idea ridícula de que podía seguir manteniendo hábitos de soltero estando casado, como decidir a qué hora me iba a acostar de noche. Aún recuerdo cuando mi esposa se preparaba para irse a dormir y me invitaba a acompañarla. Ella estaba convencida de que ser un matrimonio implicaba irse a dormir a la vez, pero yo que estaba acostumbrado a trasnochar, me negué varias veces a meterme en la cama tan temprano, lo que provocó una fuerte exhortación de mi esposa: “Si querías vivir como un soltero, no te hubieras casado”. Y aunque mi esposa tenía razón, mi soberbia me hacía contestarle: “Pues quizá no debería haberme casado contigo”.
Lo preocupante no eran los desacuerdos, sino que tomamos como costumbre amenazar al otro con el divorcio. Aunque no lo pensábamos en realidad, usábamos esa amenaza para manipular la situación. Pero un día el Espíritu Santo me confrontó con dureza diciéndome: “No habrá futuro para su matrimonio hasta que no arranquen esa maldita palabra de su vocabulario”. Después de esa confrontación, comprendí que, para el que ama de verdad, el divorcio no es una opción y acordamos que jamás volveríamos a usar esa palabra en nuestras discusiones. Por eso, cuando peleamos, no nos queda otro remedio que arreglarlo, porque escapar ya no está dentro de nuestras opciones.
Dios espera que un día podamos mirar a nuestra pareja y exclamar: “Ella es hueso de mis huesos y carne de mi carne”. En la Biblia, los huesos se refieren a la fortaleza y la carne a la debilidad, por lo que podría traducirse así: “En lo que yo soy débil ella es fuerte, en lo que ella es débil yo soy fuerte”.
Dios sabe que si luchamos por nuestra unidad podemos llegar a convertirnos en algo inspirador para este mundo. Eso no te lo puede dar una relación fugaz.
Esa es la recompensa de un pacto.
Este artículo fue extraído del libro “Amar es para valientes” de Itiel Arroyo
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