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febrero 8, 2021Cuando tenía 14 años, junto con dos amigos decidimos anotarnos en una maratón de diez kilómetros que se había organizado en nuestra ciudad. Sin entrenamiento previo ni experiencia alguna, nos presentamos en la mesa de inscripciones y quedamos felices al recibir la pechera con el número que nos había tocado. Sin preparación y sin siquiera estirar los músculos, nos pusimos primeros en la línea de largada. La adrenalina y la emoción se podían ver en los casi trescientos que estábamos allí.
Y ahí estaba yo, con mi short deportivo que resaltaba mis flácidas y delgadas piernas, muy diferentes a las piernas de la gran mayoría de los que allí competían. A la hora indicada hicieron sonar una fuerte sirena, la carrera había empezado. Comenzamos a correr con mis amigos a toda velocidad, siguiendo el ritmo de los que iban adelante. En los primeros metros me sentía todo un corredor profesional, las piernas respondían, el oxígeno era renovado y parecía que sabía lo que hacía. Pero eso fue solo al principio. Cerca de los 1.500 metros, muchos de los otros corredores nos empezaron a pasar y los fuimos perdiendo de vista. Un poco más adelante, poco a poco fuimos disminuyendo la velocidad trotando muy suavemente, hasta que no pudimos mantener el ritmo y ya cansadísimos, empezamos a caminar.
Decepcionados por nuestra actuación maratónica, salimos del circuito abandonando la carrera. Sin saber exactamente dónde estábamos, empezamos a caminar perdidos sin rumbo. Luego de un rato, volvimos a encontrarnos con el circuito de la maratón, pensando que era la continuación de la carrera y que después de abandonar y caminar, habíamos hallado un atajo hacia el último tramo. ¡Qué oportunidad! Miramos bien y nos dimos cuenta de que aún no había pasado ninguno de los primeros corredores. Seguimos atentos por unos minutos más y como no observamos personal de seguridad ni de la organización del evento, hicimos trampa y nos metimos nuevamente en el circuito. Empezamos a correr a toda velocidad y en mi mente ya me imaginaba tomando la copa con las manos y levantándola al aire en gesto ganador.
Tal vez, nos darían medallas y alguna botella de champagne para batir y tirarnos entre nosotros. Tras correr y correr, sin nadie que se nos acercara por detrás (cosa que empezaba a llamarme la atención), logramos ver a la distancia un cartel muy grande. Nos emocionamos y con las pocas fuerzas que nos quedaban seguimos corriendo acercándonos más y más al cartel. Sin embargo, no había gente gritando ni esperándonos. Aun así, seguimos corriendo y con un esfuerzo desgarrador, logramos pasar por debajo del gran cartel, pensando que habíamos obtenido la victoria. Mientras intentaba respirar y, a la vez, no desmayarme, noté que no había una sola persona en el lugar. Al levantar la mirada y observar el cartel me quedé boquiabierto. El cartel decía: “LARGADA”.
Analicemos juntos esta historia: Nos presentamos a correr una maratón sin siquiera saber de lo que se trataba: sin entrenamiento, sin disciplina, sin conocer lo que nos esperaba. Corrimos mal, sin considerar la cantidad de kilómetros; sin medir el oxígeno ni nuestra capacidad física. Nos cansamos, abandonamos, hicimos trampa, tomamos un atajo y volvimos a correr. Sin embargo, por error llegamos a la largada, en vez de a la llegada. Perdimos tiempo. Nos causó tristeza, bronca y vergüenza. Corrimos sin meta, sin objetivos y sin preparación.
La carrera de la vida
La vida es en sí una carrera que inicia al nacer y termina al morir (al menos en este mundo). Todos corremos, no hay opción. El cronómetro ya se activó y no se detiene. Pensando en la carrera que es mi vida, puedo recordar muchos momentos, algunos alegres y otros muy tristes. También proyectos que he soñado y en los que me he involucrado. Algunos se han concretado, pero muchos otros fracasaron. Como un antiguo disco de pasta rayado, repetí la misma actitud mediocre de no detenerme a pensar una y otra vez. Muchas veces no entrené, no me dediqué, no me capacité ni me discipliné para alcanzar los objetivos. Por temor, por indecisión, por ser cambiante perdí mucho tiempo, alegrías y esfuerzo. Tal vez, como yo, te imaginabas la vida de una forma que no resultó ser. Quizás pensabas que tus padres, abuelos o seres queridos vivirían para siempre. Quizás, que tenías la familia ideal, los amigos perfectos, pero de repente algo ocurrió y todo eso se desvaneció, se derrumbó. O, quizás, tus padres discuten todo el tiempo y se habla de divorcio; en la escuela todo va de mal en peor, eres el centro de las burlas, te atacan, nadie te incluye en sus grupos.
Quizás sientas que no le importas a nadie y que no sabes cuál es el sentido de tu vida. No tienes ganas ni fuerzas para seguir adelante y te preguntas: ¿Ahora qué hago?, ¿para qué habré nacido?, ¿para qué vivo?, ¿qué sentido tiene seguir? Estas preguntas son válidas, profundas y necesarias. Eres muy valiente al hacértelas. Estas preguntas surgen de lo profundo de nuestro ser y son las puertas a una nueva vida, una vida plena, llena de sentido. La vida es una carrera de larga distancia, con la preparación y el apoyo adecuado no solo lograremos llegar a la meta, sino también disfrutarla.
¿Conoces la carrera que corres? ¿Cuáles son tus metas? ¿A dónde quieres llegar? ¿Por dónde debes ir? ¿Cómo puedes prepararte? Para correr la carrera de la vida debes ubicarte, es decir, saber dónde estás y hacia dónde debes ir. Una vez que sepas hacia dónde te diriges, podrás ponerte en acción para alcanzar tus objetivos. Quizás en este momento necesitas una guía, no sabes muy bien dónde estás y, mucho menos, hacia dónde quieres ir. Sea como sea tu vida, puede ser reorientada, solo necesitas encontrar el camino correcto. Nunca olvides que Dios está a tu lado y Él es más grande que cualquier situación que tengas que vivir. Sé valiente.
Este artículo fue extraído del libro “Valiente” de Alejandro Schön
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