Ángeles voladores
septiembre 22, 2016Guía de Inversión
septiembre 22, 2016Cuando era un niño me dijeron que tenía problemas para prestar atención, que me colgaba en la “luna de valencia” (ni da googlearlo, si alguno quiere, súmele algo a la comunidad). Era el tiempo donde simplemente muchos de nosotros nos distraíamos, algunos por vagos, otros por excedidos en motivaciones (hola) y otros por algún tema patológico que ahora tiene nombre y apellido y por las dudas se lo adjudican a los dos primeros también.
Me retaron porque no escuchaba, porque hablaba arriba de otro, porque me aburría rápido, porque terminaba de hacer “lo mío” y salía corriendo para otro lado. Pertenezco a ese grupo de niños y adolescentes a los que sus padres tuvieron que aclararles infinidades de veces que “esto” (casa) no es un kiosko, no es un club, no es un copetín al paso (los lugares donde comes en las estaciones de tren), no es un banco, no es un locutorio, no es un restaurante.
En mi adolescencia le pusimos a ese cúmulo de conductas “ser un colgado”. ¡Ojo! Ser colgado no es lo mismo que ser irresponsable. Yo era colgado. Irresponsable también. Hoy por hoy me quedo a veces con la primera, en términos de mi esposa, como mi capacidad de viajar a donde quiero cuando el tema del que se me está hablando no me es interesante (por ejemplo, cosas que dicen las esposas empezando con frases del tipo “”Tenemos que comprar…” “Hay que arreglar…” o “Llamó mi mamá y…”). Ahí encuentro en mí una capacidad maravillosa de teletransportación mental. Recuerdo ese día en el que no sé de qué me hablaba, y empecé a pensar en los tiranosaurios rex. El tema da lo mismo, es el lugar confortable o entretenido lo que importa. En ese lugar, podría preguntarme por cierto asunto fundamental de la existencia, o la causa que mueve a la gelatina.
¿Alguna vez estuviste hablando con alguien a quien te costaba escuchar porque tenía, por ejemplo, un grano en la cara? Si es así, entiendo tu dolor hermano. O hermana. Bueno, entendamos el suyo también: en su casa alguien argumentó convincentemente “no te lo toques porque si te lo tocás te va a quedar la marca para siempre”. Y se la bancó, fue al colegio o al trabajo, salió al mundo, fue valiente, enfrentó los miedos y la ansiedad de sacar ese intruso de su cuerpo. Pero ese intruso era lo único en lo que podías pensar. Pfff…
En la escuela me pasaba algo que cobró un significado poderoso para mi vida adulta. Los preceptores cada mañana cumplían con su tarea de pasar lista, y nombrarnos uno por uno en orden alfabético. Mi apellido es Vacchetta, así que con suerte, cuando iba por la B (larga) yo ya estaba en otro lado (perdón, exagero, cuando iba por la D). En esos momentos los desprevenidos dicen “Yo!”, los rebeldes (y yo cuando lo pescaba) dicen “Acá”; y los más aplicados dicen “Presente. Yo, acá, presente. Tres formas de estar ahí. Pero cuando terminaba el pase de lista, varias veces el preceptor me decía al salir, o en el recreo: “Vacchetta, estás ausente”. Y yo me indignaba diciendo “¡Pero si estaba ahí!”. Lo siento, te nombré y no respondiste, estás ausente para mí. Guau. Colgar es eso tan curioso que pasa cuando nuestro cuerpo sigue en el mismo lugar, a la vista de todos, aunque ya no estamos ahí. El que cuelga, pierde el bus, pierde la chica, no se anota para el examen, no presenta bien el currículum, deja temas sin estudiar, pasa un semáforo en rojo, deja su puesto, ve como otro es promovido en el trabajo, etc. El que cuelga está ausente.
Es interesante pensar que nosotros “estamos” donde está nuestra atención.
Todos nosotros vivimos días de 24 H, 1440 minutos, 86400 segundos. Todos en algún momento salimos de nuestras casas para hacer cosas, tenemos planes, proyectos, motivaciones, ocupaciones. Alrededor nuestro pasan, o están al costado, oportunidades de estar “presentes” para alguien. O para algunos. Oportunidades escurridizas, como mariposas. En una señora que se cayó, y mirabas mientras otro la levantó. En una familia que duerme en la calle. En un amigo que necesita plata o que lo ayuden con un trabajo. En tu barrio, en tus vecinos. ¿Nunca viste llorar a alguien en la calle? El mundo está regado de oportunidades.
Nos quedamos parados, o nos vamos a casa, preguntándonos por qué Dios permite que el mundo esté como está. Por qué hay mal, por qué hay dolor, por qué alguien sufre. Todas cosas que no podemos saber con exactitud, sólo concluir que en la enormísima mayoría de los casos, el dolor del mundo es el resultado de la acción humana, del mal uso de la libertad a la que Dios, o el universo, según lo que creas, nos invitó a jugar. Si fuéramos animales, mayormente determinados por el instinto, tendríamos muy poco para protestar. Pero somos seres culturales, creativos para desarrollar vacunas o bombas, ideologías que están por sobre la vida humana, sistemas que excluyen, y tomar decisiones que no desembocan en el bien del otro, ni en el nuestro.
Creo en la sabiduría que viene de la Biblia. Creo que la Biblia está inspirada por Dios. No necesitas creer esto para leerla y que te sirva. Pero en una parte, dice algo que me ayuda a resolver algunos de estos asuntos de estos que vengo contando. Si tenes una Biblia en casa, podes leerlo en el libro de Efesios 5.15-17. Dice así:
Tengan cuidado de cómo viven.
Cuando leo esto me pregunto ¿Y cómo vivo yo? Y me hace bien. Porque la pausa me sirve. ¿Cómo vivimos? Vos respondete a esa pregunta. Te digo como vivo yo: luchando con mi apuro, con mi agenda, con mis obligaciones, con que los tiempos entre lugar y lugar sean productivos, y llamo productivo a todo tiempo en el que trabajé, llamé a alguien, leí, edité un trabajo, etc. Puedo tomar un tren, dos colectivos, rodearme de miles de personas y no reparar en una sola cara. Tengo recursos para aislarme lo mejor posible, mejores auriculares, radio y música en mi celular, y mucho más. Yo vivo, vos vivís, todos, simplemente, vivimos. Pero hacernos esa pregunta nos puede sorprender. Es una pausa que nos invita a la reflexión. ¿Cómo vivís? El texto divide las múltiples respuestas en dos grandes categorías, diciendo así:
No vivan como necios, vivan como sabios.
El genial libro de Eclesiastés dice que “El sabio tiene presente la muerte, el necio sólo piensa en la diversión”.
Necio es lo contrapuesto a sabio en esta ecuación ¿Qué sería vivir como necio? Sólo pensar en la diversión, sólo pensar en el presente, en lo que me reporta algún tipo de satisfacción. Son las vacaciones, el smartphone, la casa y el título universitario. Sin dudas son cosas geniales, que valen el esfuerzo, el trabajo y la planificación, ¿Es que hay algo de malo en esto? Sí, si olvidamos que no es todo ni lo más importante. Si reparamos por un momento en nuestra condición de seres finitos, de individuos que un día nacieron y un día van a morir.
Toda nuestra cultura trabaja incansablemente para oponerse a la idea de que todo lo que empieza (yo también) un día termina. No hablamos de estos tema a menos que alguna pérdida nos lo ponga enfrente. Pero el sabio, el que tiene presente la muerte, no está asustado, y sabe dos cosas: 1) Que tiene que pensar bien a qué le va a dedicar su vida. 2) Que la única cosa que queda cuando dejamos este mundo es su legado, sus actos que lo mantienen vivo en las vidas de los que quedan. El sabio entiende que no lo sobreviven sus logros personales o económicos, sólo los humanos. Jesús decía que los mejores tesoros que podemos buscar en esta vida son las cosas que se guardan, no en bancos o cajones, sino en el cielo. Nuestra vida es una brisa en la historia, y no podemos saber cuánto durará. Trabajamos mucho por obtener diplomas (me refiero a logros personales, los que sean) y souvenirs (experiencias, lugares en los que estuvimos, cosas que conocimos). Pero sólo una cosa nos trasciende: el legado. Por eso el autor nos aconseja:
Saquen el mayor provecho de cada oportunidad, porque los días son malos
Sin dudas la necesidad no es una oportunidad para el que espera obtener un rédito. La oportunidad es la posibilidad de hacer algo por otro. En el mundo hay muchísimos en necesidad, quizás al lado mío hay uno o dos. No puedo borrar el hambre del mapa, pero sí alimentar a alguien de mi barrio que vive en la calle. No puedo consolar a las familias sirias que perdieron seres queridos en los bombardeos de Francia, ni a las familias francesas que perdieron hijos que habían ido a ver un recital de su banda preferida. Pero gente se duele cerca mío. En mi cuadra. En mi trabajo. En mi curso. Donde estoy no puedo hacer algo por todos, pero sí puedo hacer algo por unos, y ahí tengo una oportunidad. Es una cierta forma de poder que inequívocamente construye. Dice Anthony Giddens que “poder” es la posibilidad de hacer una diferencia en el mundo. Teclear en mi computadora, es una posibilidad de expresar ese tipo de poder. Y causar esa diferencia, aún en una ínfima escala, es una manera de estar presente.
Los días son malos. Ni un solo día en el mundo alguien no sufrió, alguien no pasó hambre o recibió violencia. Vivimos tiempos donde hablamos de política como si fuera la única respuesta a los días malos, pero muchos días malos se convirtieron en buenos gracias a la generosidad, gracias a la presencia de miles de invisibles que estuvieron ahí para otros. Me acuerdo de esa esa historia que da vueltas por internet, de esos niños africanos que fueron desafiados a competir por un premio, y al grito de largada, corrieron tomados de las manos hacia la meta. Consultados por esa actitud, pronunciaron la palabra “Ubuntu”, que significa “No podemos ser felices si todos no somos felices”. Vargas Llosa dice “Sólo un idiota puede ser completamente feliz”. Y sí. Y por un rato. Así que…
“…no actúen sin pensar, más bien busquen entender lo que el Señor quiere que hagan.
Si tenés fe, acá hay un secreto cósmico. Si no hay nada más allá de esta vida, vale como pregunta de tu conciencia: ¿Qué debería hacer yo? ¿Cómo debería comportarme frente a esa necesidad frente a mis ojos? Como si me extendieran una invitación. Como si la posibilidad de levantar la mirada y ver más allá de mi me enfrentara a la maravillosa oportunidad de cambiar el día malo de alguien.
Y es increíble. Mientras escribo esto, sigo aprendiendo. Hace rato que redacto esto como una tromba, ensimismado en mis pensamientos, cruzando palabras e ideas, cuando se acercó Ale (mi esposa) y me pidió que le dé a Grazia (mi hija) su comida. Así que la senté en su sillita a mi izquierda de la mesa, y del otro lado puse la computadora. Queriendo terminar con esto, le daba una cucharada, y escribía una oración. Le daba otra, y quizás terminaba un párrafo. Pero hubo una nueva interrupción: ella se quejaba porque yo la hacía esperar demasiado entre cucharada y cucharada. Me di cuenta que acababa de colgar de nuevo. Y lo entendí un poco mejor: mientras escribía acerca de estar presente, era capaz de estar ausente para el ser que más amo en el mundo. Siempre, aunque en casos se vuelve difícil, hay que empezar por casa.
Cuando estamos presentes para otros, experimentamos un nuevo tipo de felicidad, que no viene de lo que recibimos, sino de lo que damos. La primera dura un rato. Pero la felicidad que viene de sentir que tenemos algo para dar en el mundo, que tenemos el poder de hacer una diferencia, por más pequeña que sea, se renueva todos los días.
Un buen comienzo quizás sea asumir algún que otro principio ético que nos resguarde de la vida necia, por ejemplo, que cada necesidad es una oportunidad. Quizás sirva ser un poco menos cómplices en esta oleada masiva de buscar estar más encerrados en nuestras cosas e interactuando sólo con las personas que nos interesan del mundo, cuando nos interesan, tal vez cerrando el libro, apagando el celular o sacándonos los auriculares. Quizás sea un buen comienzo amigarnos con lo imprevisto y dejarnos interrumpir.
No siempre me sale. A veces cuelgo. Pero decidí vivir con la mirada levantada, atento a la próxima oportunidad. Y sentir que, al poder “ver”, probablemente el mismo cielo esté pronunciando mi nombre, como cuando pasaban lista en la escuela, invitándome a hacer esa diferencia fundamental que hace quien responde “Yo, acá, presente”[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]